Reforma electoral: la marcha de la locura

    Desde luego que es una propuesta que se puede problematizar, pero la historia de México tiene que ver con reformas más que con revoluciones, sin desconocer que estas contribuyeron, en ciertos momentos, a producir algunas de las más importantes. Octavio Paz, por señalar a un autor notable, subraya la vocación reformista que destaca al país, comparativamente, con otros que han caminado por esa senda.

    Para que haya reformas fecundas es necesario que exista un cúmulo de relaciones políticas entre los intereses en juego que las hacen posibles. En otras palabras, la reforma requiere un temporal de diálogo antes que uno de acendrada polarización, y los personajes que las hacen posible, también.

    A la hora que se anuncia enésima reforma electoral, podemos decir, por ejemplo, que no es lo mismo el Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, al secretario de ese ramo en el actual gobierno, Adán Augusto López Hernández; como tampoco es lo mismo Arnoldo Martínez Verdugo, el líder comunista democrático, que el funcionario público Pablo Gómez Álvarez. Y todavía más absurdo sería buscarle una vida paralela a Horacio Duarte Olivares, administrador general de Aduanas, porque de necesidad habría que compararlo con algún priista de la época de oro.

    Las reformas electorales más notables de las últimas cuatro décadas han sido, en lo sustancial, de abajo hacia arriba. La que se pretende ahora es una reforma desde el poder, desde la cúpula, hacia abajo, y además regresiva, cuando menos en tres aspectos esenciales: el diseño del órgano electoral que se propone, la abrogación de la representación proporcional y el desdibujamiento del régimen interior de las entidades federativas, que quedarían a merced de un poder centralizado, con todo lo que eso significa.

    No quiero omitir que en la propuesta hay aspectos que se pueden recuperar, al redimensionar al Senado de la República, como lo que debe ser en un país con una historia constitucional como el nuestro. Pero esto no es lo más importante agendar para un debate en las semanas y meses que vienen.

    No me detendré en los argumentos del costo que representan los procesos electorales. Siempre he estado a favor de una severa austeridad financiera y una gran participación cívica. Esto porque la publicidad gubernamental que nos habla de los ahorros que podrían venir, todo mundo sabe que por ser decisiones presupuestales en manos de los diputados, se puede corregir de manera más que sencilla y no sin dolientes.

    El diseño actual del Instituto Nacional Electoral (INE) es preservable por lo que se refiere al nombramiento de su Presidente y los consejeros, y tengo para mí que la propuesta de que se elijan por consulta popular es toda una ridiculez que nos habla más de una caricatura que de un país que debiera estar en proceso de consolidación democrática. El diseño mismo y los principios que rigen a todo proceso electoral, son el blindaje para tener elecciones creíbles y confiables, como lo demuestran los comicios presidenciales de 2000 para acá, y la ausencia de conflictos electorales o poselectorales significativos en un sinnúmero de elecciones de gobernadores y otras autoridades por todo el país.

    En la propuesta presidencial, los cambios al INE tienen un tufo de encono y venganza, y no hay sustento alguno para lo que con desmesura se ha dicho y propalado de manera insistente, incluido lo referente al proceso de revocación de mandato, paradójicamente promovido por los simpatizantes del Presidente y no por sus opositores.

    Ni siquiera se puede acusar al INE de lenidad para contemporizar con sus detractores, a saber la forma cómoda de evitarse conflictos. Ahora bien, agregarle que es un instituto para “consultas” es una superficialidad que con técnicas legislativas se resuelve, incluso ya se resolvió en el proceso revocatorio reciente.

    El tema de la representación proporcional es el más delicado porque atentaría contra la pluralidad que somos en este país. El proceso de liberalización y pluralidad que reportaba la sociedad mexicana a la altura de la década de los años setenta del siglo pasado, obligó a una apertura de la representación popular. Millones de mexicanos ya no estaban electoralmente con el PRI, y para que sus votos contaran había que reconocerles en las cámaras de diputados sus voces y propuestas.

    La propuesta que se va a discutir pretende regresar a la más burda hegemonía de los años priistas que va cuando menos de 1946, con la ley electoral alemanista, hasta 1997, cuando este partido perdió por primera vez la mayoría en la Cámara de Diputados.

    La representación proporcional está desprestigiada por el uso que hizo la partidocracia de la misma. En la sociedad se le ve como prebenda. Pero esa realidad no quiere decir que la representación proporcional per se tenga que desaparecer. En todo caso lo que faltaría, y ese es un tema al que no se le quiere entrar, es una ley de partidos políticos que obligue a que la militancia tenga derechos reconocibles para elegir sus candidaturas y no las cúpulas partidarias, como se ha visto en la historia de los últimos años.

    Por otra parte, es tiempo de replantearse la vieja disposición que hace de las entidades federativas autónomas en cuanto a su régimen interior. En los estados ya hay mayoría de edad para que tengan sus propios órganos, administrativos y jurisdiccionales que permitan la descentralización real de la función electoral, tan importante porque es la que traza las reglas para la competencia por el poder político. Quizá lo único federalizable es el Registro Nacional de Electores, tal y como está.

    La reforma propuesta, aparte de que chocará con los intereses creados de los partidos, incluido Morena y sus aliados, y no se diga los opositores, por ser una reforma que obliga a un cambio constitucional, no pasará, como no pasó la reforma eléctrica. Y tal pareciera que López Obrador, a punta de derrotas en el Congreso, quiere construir la narrativa que haga posible su triunfo en 2024.

    El Presidente se tomó una fotografía en la elección de 2018 y quiera perpetuarla con una reforma electoral a modo.

    En lo particular creo, siguiendo las ideas de Barbara Tuchman, que se trata de una marcha de la locura en la que el propio actor político, López Obrador, construye el andamiaje de su futura derrota.