No podía darse mejor momento para reflexionar sobre la eternidad que la actual circunstancia de encierro. Es tan claro que el tiempo no fluye, que el presente se ha estacionado, que no se mueve, que no se quita, que está ahí. Y, por ello, se me ocurre que la exasperación que muchos experimentamos es el contexto indicado para acometer un concepto que, normalmente, carece de un referente claro. Porque la eternidad es esto: el presente estacionado.
A la luz de esta vivencia se vuelven pueriles las visiones escatológicas del más allá. Es un hecho que no soportamos el presente, es decir, la permanencia de lo mismo, la indistinción del lunes y del martes. En el actual encierro, los días de la semana se han vuelto intercambiables, aunque, en el fondo, todos los días tienen el clima amodorrado del domingo. Un domingo perpetuo es la eternidad y, por ello, bien visto, cualquier más allá, sea de dicha permanente o de martirio ininterrumpido, resulta insoportable. Las visiones religiosas en las que figura un más allá de la existencia, un sitio (bueno o malo) después de la muerte me parecen utopías mal cuajadas, sobre las que no se pensó lo suficiente.
Y no crean que olvido La divina comedia de Dante, que es no sólo una joya literaria de arquitectura perfecta, sino un compendio teológico fundamental y, pese a ello, hay un problema que no se resuelve: el asunto de la eternidad. Esa eternidad que hoy empezamos a comprender con solo unas cuantas semanas de encierro. ¿Se imaginan un año, 10 años, mil años de lo mismo?, ¿una eternidad, o sea, un presente estático constante? ¿Qué placer extático o que castigo terrible se podrían seguir gozando o sufriendo permanentemente? Casi me atrevería a decir que, al margen del premio o del castigo contenidos en el más allá, la sola eternidad de lo que fuese sería absolutamente inaguantable. Y esta afirmación es clarísima hoy que palpamos en toda su extensión el presente.
¿Qué se hace con la eternidad? Esta pregunta, al parecer, tampoco se la formularon los existencialistas. El sinsentido o el absurdo del que hablan da la impresión que nace del desconsuelo del que el más allá no existe. La vida perdió sentido en aquellas propuestas porque no se trascendía a ninguna parte. Si hubieran pensado a fondo en la eternidad que habían perdido se habrían alegrado, pues no era una ventaja existir para siempre. Y es claro que la eternidad se hizo para pasarla muertos y que en eso, precisamente, radica el extraordinario valor de la vida: en que se acaba. La finitud tensa el tiempo y nos llena de prisa, prisa por vivir, prisa al hacer, prisa porque el presente se acaba y no alcanza para coronar nuestros propósitos. Es nuestra finitud la que da sentido a la vida: vivimos (en el sentido más pleno de este término) porque -qué paradójico- algún día tendremos que morir.
@oscardelaborbol
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