El escritor Ramón Rubín Rivas, nacido el 11 de junio de 1912 en Mazatlán, fue un polígrafo incansable: realizó cuentos, novelas, ensayos históricos y hasta un manual de acuacultura, hecho con prosa clara y didáctica, dirigido a campesinos sencillos.
Rubín empezó a escribir cuando era un joven estudiante de mecanografía en la Academia Pitman de Mazatlán. Como no alcanzaba a ver los textos que el maestro ponía en el pizarrón, éste le dijo que escribiera lo que le diera la gana, sin cometer faltas de ortografía y así, de esa manera inesperada, nació uno de nuestros mejores narradores.
A veces, de accidentes tan peculiares como estos puede nacer toda una literatura. Y es necesario a esto la experiencia vital que nutre de realismo y credibilidad a las buenas letras.
Viajó como marino y transportó armas durante la Guerra Civil Española: por ese y otros paralelismos algunos apologistas lo han encumbrado a la altura de Ernest Hemingway, aseveración que siempre rechazó con insistente modestia.
Llevó una vida que le permitió conocer buena parte del territorio nacional y en varios de sus cuentos y novelas los indígenas son tratados con singular dedicación, no muy común en la época. Dos de sus novelas, “La bruma lo vuelve azul” y “El canto de la grilla”, acontecen en el ámbito cora y huichol, mientras que en su novela “El seno de la esperanza” la protagonista principal es una mujer yaqui que corresponde al inusual nombre de Betónica.
De gustos sencillos, dedicado por años a las ventas como agente o empresario, en sus últimos años regaló a sus obreros las dos pequeñas fabriquitas de calzado que tenía en Autlán, Jalisco, y se dedicó a descansar y escribir. (De joven trabajó en la fábrica de hilados de Villa Unión, de donde lo corrieron por bolchevique, en palabras propias).
Don Ramón Rubín no realizó teatro, pero tuvo presencia en las tablas de manera indirecta gracias a un escándalo de plagio.
La famosa obra teatral “Los cuervos están de luto” -que ocurre durante un funeral de pueblo en donde las nueras están peleando la herencia ante la pasividad de los hijos- la escribió el dramaturgo Hugo Argüelles, inspirado en un cuento de Ramón Rubín, quien lo demandó por plagio y ganó el pleito, ya que en ningún momento le dio el crédito.
El texto se llama “El duelo” y aparece en su Primer Libro de Cuentos Mestizos. Hay que reconocer que la obra tiene lo suyo. La aportación dramática y los diálogos van más allá de la anécdota del relato.
Rubín me contó en entrevista que esa historia le había pasado en la vida real a un conocido suyo que trabajaba en la campaña del paludismo, por allá en los años 50 en Nayarit, el cual luego no quiso recibir ningún centavo producto de esa demanda, cuando él quiso darle parte de lo suyo.
Su vida fue discreta, ajena a los reflectores y quizás esto no fue parte del vano azar, sino de las secretas reglas que rigen el universo de las letras.
Era un hombre que se sentía mejor entre la gente sencilla que ante los intelectuales de capilla, aula y claustro; es justo decir que el escritor Dámaso Murúa fue uno de los pocos quienes pugnaba en persona y por escrito la necesidad de leer y rescatar a ese narrador tan nuestro y tan autodidacta.
Aparte de eso, siempre se dijo que los cenáculos literarios lo ningunearon por haber descubierto una columna del gran Alfonso Reyes, nuestro eterno candidato al Nobel, donde éste plagiaba unos párrafos de un poco conocido escritor francés.
Pero a ese encontronazo debemos añadir a la balanza que cometió el error de publicar en ediciones de autor en pequeñas imprentas, deseo de controlar una producción libre de errores y efectuar él mismo las ventas. Ahí encontró fervientes lectores, fuera del círculo usual de las librerías y academias.
Otro detalle, dijeran los teóricos marxistas, fueron las circunstancias históricas.
En su tiempo, había demasiada literatura indigenista, “telúrica”, o de plano, muy mala. No hablo de Arguedas o Ciro Alegría, sino de decenas de autores que no salían de versiones modernas de La Vorágine o diálogos necesitados de glosario al final, al modo de Rómulo Gallegos.
Recibió duras críticas del crítico Emmanuel Carballo a las que don Ramón Rubín cometió el error de replicarle furibundas cartas, recogidas en el volumen “Protagonistas de la literatura mexicana”.
Campeaba un rechazo de los novísimos modernos en los años 60 a ese “realismo aldeano” o “esa gerontocracia juarista que dominaba el Fondo de Cultura Económica”... ambas frases son de Carlos Fuentes y, el mismo por cierto con alivio, fue recibido como “el primer novelista urbano de Mexico”.
Otro detalle es que esos autores nacionalistas generalmente estaban de lado del poder oficial por lo mismo, y no pocos eran dictaduras extranjeras o la dictablanda local en turno.
Esa visión “telúrica” de la naturaleza contra el hombre minimizó también en Sudámerica y España al joven Juan Carlos Onetti y ponía a Ciro Alegría en todo lo alto. Hoy los papeles se han invertido.
Fue en los años 70 cuando el escritor Ramón Rubín se ocupó del faro de Mazatlán y del cerro del Crestón pero no en la literatura, sino en una serie de cartas y declaraciones denunciando la destrucción que se estaba haciendo en el faro mismo para construir el rompeolas hoy adyacente.
La poeta local Elena Vázquez de Somellera, amiga suya, fue su corresponsal en una serie de cartas públicas en la que el escritor, quien por su antigua profesión de marino, alzara su protesta con conocimiento de causa.
Ramón Rubín siempre tuvo una clara posición de defensa de naturaleza cuando esa postura no era muy común en las letras mexicanas; por ese tiempo había denunciado la desecación artificial del lago de Chapala durante el gobierno de su colega el novelista Agustín Yáñez, y también había realizado el ya mencionado libro técnico, dirigido a los campesinos como un manual de piscicultura, redactado en palabras sencillas.
Sencillas, como él mismo.