Es cierto que gracias a la vacunación, pese al aumento del número de contagios, las hospitalizaciones y las muertes se mantienen bajas. Aunque existen, y ese simple hecho debería ser suficiente. Sin embargo, el asunto es que la pandemia parece un poco menos grave que durante los últimos dos años. Insisto, es por la vacunación. Los contagios se incrementan pero no causan los estragos que antes.
Ahora bien, que no sea tan grave no significa que no exista.
Al igual que hace dos años, uno comienza a preocuparse cuando las noticias dejan de ser estadística para convertirse en hechos dentro del círculo cercano. Así, uno se siente menos vulnerable por los cientos de miles de contagios en el mundo que cuando en la escuela de los niños informan que la semana pasada hubo nueve. Y eso viene repitiéndose desde hace casi un mes: cada vez es más común escuchar de personas contagiadas dentro de nuestros círculos cercanos. De ahí que eso sea más grave que la contabilidad oficial. Si antes había un subregistro, ahora éste es mucho mayor, pues gran cantidad de las personas contagiadas son asintomáticas o tienen padecimientos leves que ni siquiera se informan.
Y de eso, de que hay un número creciente de contagios, de que estamos entrando en la quinta ola, estamos enterados.
Es por lo anterior que me sorprenden actitudes de gente que conozco o que es pública. Como la Jefa de Gobierno subiéndose al Metro sin cubrebocas. Claro, ella se contagió días después. La pregunta relevante es otra: ¿a cuántos contagió ella por ese trozo de propaganda?
Dos amigos se contagiaron por segunda o tercera ocasión. No se sentían tan mal pero sabían de cierto que el bicho andaba dentro de ellos. Pese a eso, decidieron ir a una exposición en un museo porque era el último fin de semana. Eso sí, llevaron cubrebocas. En verdad, suena como un acto de inconsciencia colectiva para los demás.
El hijo de una vecina compró boletos “carísimos” para llevar a un concierto a su esposa. Tres días antes de la fecha, descubrieron que tenían Covid. Tampoco grave, pues sólo sintieron algún malestar y tuvieron febrícula la primera noche. Decidieron ir al concierto, claro, porque no iban a perder el dinero pagado. Da igual que en esos eventos se cante con entusiasmo y, muy probablemente, sin cubrebocas. A fin de cuentas, ellos están vacunados hasta con refuerzo.
Este nuevo giro me parece mucho más dramático que el de los contagios anteriores. Es de suponer que, en el periodo de mayor virulencia del bicho, cuando no estábamos vacunados, gran parte de los contagios se dieran porque la gente no sabía que estaba enferma (además del asunto del cubrebocas). Es decir, muchos de quienes transitaban lo hacían confiando en su suerte. Cuando el semestre pasado volví a la universidad, confiábamos, profesores y alumnos, en que la comunidad universitaria ya estaba vacunada en un alto porcentaje, en el seguimiento de los casos positivos, en el uso de cubrebocas. Eso ya no pasa hoy.
Al menos no con certeza. De la veintena de personas que conozco contagiadas hoy en día, cuatro decidieron salir a lugares o eventos públicos pese a saberlo. Dos a un concierto en un lugar cerrado. Eso significa que no sólo no somos confiables sino que, además, no nos interesa la salud pública, el resto de las personas porque consideramos que el beneficio al que aspiramos vale más que el bienestar de los demás. Es decir, nuestros derechos valen más que nuestras obligaciones.
Un pensamiento así es peligroso a más no poder. No sólo por la quinta ola, pues todo parece indicar que causará menos dolor que las anteriores, sino por el resto de nuestras conductas sociales.
Así, pues, esta semana. Al menos, la noticia del registro de vacunación de los niños de 5 a 12 años en nuestro país y la autorización en Estados Unidos de vacunas a partir de los 6 meses de edad, generan esperanza. Una esperanza que, tristemente, se diluye con las actitudes de varios.