Que paguen los ricos

    @LuisPerezdeAcha / Animal Politico / @Pajaropolitico
    Las estadísticas mundiales son lapidarias: en la última década, el 1 por ciento más rico del mundo ha acaparado alrededor del 50 por ciento de la nueva riqueza. Desde 2020, el capital conjunto de los cinco hombres más acaudalados se ha duplicado y el de los billonarios ha aumentado a un ritmo de 2,700 millones de dólares diarios. En contraste, el patrimonio de 5 mil millones de personas a nivel global se ha reducido.

    El anhelo histórico de los sistemas tributarios del mundo es que los ricos paguen impuestos. El eslogan utilizado por Oxfam -respaldado por #TaxTheRich- lo sintetiza: “Los megarricos y las empresas multimillonarias deben pagar los impuestos que les tocan”. En su esencia, el principio de justicia fiscal exige que la mayor carga impositiva recaiga sobre quienes tienen una capacidad económica más grande, y que en México se sintetiza con la fórmula constitucional de que los mexicanos estamos obligados a contribuir de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes.

    Las estadísticas mundiales son lapidarias: en la última década, el 1 por ciento más rico del mundo ha acaparado alrededor del 50 por ciento de la nueva riqueza. Desde 2020, el capital conjunto de los cinco hombres más acaudalados se ha duplicado y el de los billonarios ha aumentado a un ritmo de 2,700 millones de dólares diarios. En contraste, el patrimonio de 5 mil millones de personas a nivel global se ha reducido.

    Los datos indignan. No obstante, la causa del problema es multifactorial y su solución exige aproximaciones que no necesariamente pasan por lo fiscal. En buena parte de Occidente, con Estados Unidos y Europa a la cabeza, la acumulación exacerbada en manos de unos pocos ha obedecido, en buena medida, a la pasividad de los gobiernos estatales de actuar en contra de prácticas empresariales abusivas y monopólicas, en muchos casos de confrontación y reto contra el propio poder público, como es el caso de las emporios de telecomunicaciones y farmacéuticas. En otros casos, el crecimiento de la riqueza se propicia por políticas públicas de aliento o protección a determinadas actividades económicas, como de modo reiterado ha sucedido con las empresas informáticas. En ciertas situaciones, el direccionamiento del gasto público genera cotos de privilegio naturales, como sucede con las compras de medicamentos de patente o las contrataciones gubernamentales de obras y servicios especializados que pocos proveedores pueden realizar.

    El tema es ideológico y político, por supuesto. Sin embargo, no debe conceptuarse como una venganza o castigo contra los ricos por el solo hecho de serlo. Si sus fortunas provienen de actos lícitos, entonces que paguen los impuestos personales y empresariales a su cargo, de forma correcta y puntual. En cambio, si su capital es resultado de corrupción o evasión fiscal, las acciones punitivas del Estado tienen que detonarse para aplicar las penas de prisión y las multas económicas que correspondan. Si la acumulación pasa por la explotación indebida de los trabajadores, las autoridades laborales son las responsables de poner freno a esa situación. Lo mismo respecto de la concentración monopolística de poder empresarial o de las ganancias centradas en la depredación del medio ambiente. En estos casos, la pasividad del gobierno es directamente proporcional al aumento desmesurado e inmoral de la riqueza de los, de por sí, muy ricos.

    El incremento de la recaudación fiscal presupone un mayor producto interno bruto. La paradoja, entonces, es que la riqueza genera más riqueza, sobre todo en un mundo globalizado en que los mercados crecen de manera exponencial. El comercio transfronterizo lo evidencia. Ello provoca un efecto acumulativo del patrimonio de unos pocos, en demérito de muchos; y es ahí cuando la intervención del Estado resulta imperiosa para evitar los efectos perversos de las distorsiones de los mercados. Si él asume una actitud indolente ante esa realidad, los gobernantes se vuelven cómplices del enriquecimiento desmedido, en ocasiones grotesco, de los ya multimillonarios.

    No se trata de hacer una apología injustificada de los megarricos ni de enaltecer como héroes a los empresarios, al estilo del presidente argentino Javier Milei. El justo medio es lo importante. Además, cuando se habla de empresarios hay que diferenciar a los verdaderamente multimillonarios de los solamente ricos y, más aún, de las micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes) que representan el 99.8 por ciento de las unidades económicas de México y que, en múltiples ocasiones, contra viento y marea, se conducen como titanes del sector empresarial.

    Es cierto que en las últimas décadas la tendencia mundial ha sido la de reducir la carga tributaria de las empresas y de los contribuyentes en general. Al empezar el sexenio de Salinas de Gortari, la tarifa máxima del Impuesto sobre la Renta de las personas morales era del 42 por ciento y de las personas físicas del 55 por ciento, lo que hoy sería de espanto. En la actualidad, las cuotas son del 30 por ciento y 35 por ciento, respectivamente, lo que en términos generales se encuentra dentro de estándares internacionales. En lo que respecta al Impuesto al Valor Agregado, la tasa general del 16 por ciento es razonable en el comparativo con otros países.

    Los empresarios que en realidad apuestan su patrimonio en proyectos de negocios lícitos merecen ganar dinero, siempre que paguen los gravámenes en México. Ellos en lo personal, al igual que sus compañías, deben enterar el Impuesto sobre la Renta sin artificios propios de la evasión fiscal. El reto del Servicio de Administración Tributaria es detectar oportunamente esas artimañas, cuando existan, y perseguirlas legalmente, incluso por la vía penal, como una condición propia de la justicia fiscal, para que de ese modo todos contribuyamos al gasto público conforme a nuestra verdadera capacidad económica.

    Los megarricos tienen la posibilidad de aprovechar al máximo las facilidades y ventajas que conceden las leyes. En eso no hay pecado alguno. Sin embargo, los empresarios a veces se exceden, en grado de ilegalidad, con la simulación de operaciones con bienes intangibles en el extranjero-marcas, por ejemplo-, la compra de pérdidas fiscales apócrifas, la atribución de residencia fiscal ficticia en países de baja o nula tributación, los bonos de productividad irreales a sus trabajadores, la subcontratación laboral también falsa o las operaciones celebradas con empresas fantasma. En estos casos, si los ricos pagan menos impuestos que lo correcto, el Estado tiene que actuar con toda la fuerza en su contra. La lógica se impone.

    En una propuesta reciente, Oxfam exhorta a aumentar drásticamente los impuestos a las empresas y a los megarricos. Esto incluye la creación de nuevas contribuciones, como lo han hecho varios países de Europa, por ejemplo: impuesto extraordinario a la banca, impuesto extraordinario a las compañías energéticas e impuesto extraordinario a las grandes fortunas (en España utilizaron la expresión de ‘impuesto de solidaridad’). Así se ha satisfecho, de manera parcial y con gran encono político y constitucional, la exigencia de que los ricos soporten mayores cargas tributarias.

    En México, dada la situación precaria de las finanzas públicas y la necesidad urgente de aumentar la recaudación fiscal, el incremento, directo y generalizado, del Impuesto sobre la Renta y del Impuesto al Valor Agregado tendría un alto costo político, social y electoral para quien ocupe la presidencia. Por ello, el establecimiento de contribuciones extraordinarias, como las antes indicadas, es una alternativa real y viable en nuestro país. De este modo, se abre la posibilidad de que el Impuesto al Activo pueda restablecerse.