Ayer comentamos que la filosofía debía extraditarse de los espacios académicos para devolverla a la calle, a los compromisos de vida. Sin embargo, todavía queda pendiente saber para qué sirve un filósofo y cuál es su cometido.
En ocasiones, se piensa que el filósofo es un “bicho raro”, un misántropo, alguien exótico, retraído y extraño, que no encaja fácilmente en los moldes y prototipos de la sociedad.
No obstante, como afirmó Fernando Savater, en su libro Historia de la Filosofía sin temor ni temblor: “Los llamados «filósofos» no forman una casta superior o una secta misteriosa, sino que se saben iguales a los demás humanos: la única diferencia es que se han despertado antes, que se han dado cuenta de que no sabemos lo que creemos saber y quieren poner remedio a esta ignorancia. ¿Qué es un filósofo? Alguien que trata a todos sus semejantes como si también fuesen filósofos y les contagia las ganas de dudar y de razonar”.
Citando como epígrafe unas palabras de Epicuro en su Carta a Meneceo, señaló que todos debemos aspirar a ser filósofos, puesto que el menester que se persigue es el bienestar del alma: “Nadie por ser joven dude de filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alma”.
Y es que, en verdad, todos nos la pasamos filosofando, ya que filosofar es asombrarse y preguntar continuamente, como hacía Sócrates. Además, cada respuesta o contestación, en lugar de suprimir el hambre por saber, incentiva una cascada interminable de preguntas, como hace un niño en su curiosidad insaciable que no se contenta con una inicial respuesta. “En una palabra, escribió Savater, hacemos -y nos hacemos- preguntas para aprender a vivir mejor”.
¿Pregunto y me pregunto?