¿Qué diablos pasa en El Salvador?

    ¿Es legítimo que el Estado renuncie a su función civilizatoria para enfrentar una crisis de este calado?
    Asumiendo que las medidas son efectivas, ¿qué se pierde en el camino cuando las instituciones estatales reproducen las brutales prácticas de sus perseguidos?

    En la cuenta oficial de Twitter del Presidente se encuentra el catálogo: cientos de imágenes de hombres tatuados.[1] Todos sin camiseta y atados de manos; ninguno sonríe. Unos aparecen hincados de cara a la pared, otros miran fijamente a la cámara; de la mayoría apenas vemos su espalda inclinarse incómodamente hasta las rodillas. Son presos; acaban de ser detenidos. En sus cuerpos se ven los restos de los golpes y azotes a los que han sido sometidos: por la vida y por la policía.

    Los videos de la cuenta de Twitter del Presidente son aún peores: largos segundos de personas en cuclillas esperando a ser rapadas, hombres amotinados en unos cuantos centímetros. Las imágenes son acompañadas por 280 caracteres que resultan insuficientes para comunicar el calor brutal, el olor a mierda, el sudor que acompaña al encierro.

    Es la cuenta de Twitter del Presidente más popular de América Latina; es la cuenta de Nayib Bukele, el jefe de las fuerzas armadas de El Salvador. Es la cuenta que anuncia “la Guerra contra Pandillas” y el “Estado de excepción” en el país más pequeño de América Central. Es la cuenta de moda de la política latinoamericana que miran con admiración cientos de aspirantes a tiranos a lo largo y ancho del continente.

    Los tuits de la última semana cuentan un pedazo de la relación entre Bukele y las pandillas de su país. No cuentan la verdad completa, para ello hace falta una visita a la hemeroteca.

    Apenas al llegar al poder en junio de 2019, Bukele comenzó una serie de negociaciones secretas con tres de las principales pandillas de ese país, la Mara Salvatrucha-13, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños. Bukele prometía mejoras en las condiciones carcelarias de los lideres pandilleros a cambio de que sus grupos se comprometieran a reducir el número de homicidios y a apoyar electoralmente al partido del Presidente.[2] El Gobierno ha negado por activa y pasiva la existencia de tales negociaciones; sin embargo, un conjunto de audios, fotografías, papeles y testimonios recabados por el periódico El Faro prueban nuestro dicho.

    Sirvió. Los acuerdos entre el Gobierno de El Salvador y las pandillas son la explicación más probable del impresionante desplome en el número de homicidios en ese país. Si antes de la tregua había un promedio de 10 homicidios diarios, en los últimos meses la norma es que haya algo menos de tres. Todo un éxito para el país que hasta hace pocos años era considerado el más violento del mundo.

    Como suele pasar con este tipo de experimentos, el pacto funcionó... hasta que dejó de funcionar.

    El sábado 26 de marzo ocurrieron 60 asesinatos en El Salvador. Según las primeras crónicas que han comenzado a publicarse, a miles de celulares de pandilleros de todas las regiones de El Salvador llegó la misma orden. Los mensajes tenían una sola palabra: “Adelante”. Ese fue el origen del que a la postre sería señalado como el día más violento en la historia moderna de aquel país (que no es decir poco).

    ¿Qué falló? ¿Incumplió el Gobierno con alguna de sus promesas? ¿Terminó la tregua y lo que vimos el pasado fin de semana es solo el inicio de un vendaval criminal sin precedente? No lo sabemos. Lo cierto es que los primeros reportes dejan ver que la mayoría de las víctimas fueron elegidos al azar: panaderos, comerciantes, surfistas. La válvula de los homicidios largamente cerrada se había vuelto a abrir.

    La respuesta de Bukele —una mezcla entre historicismo mediático y mano dura— no se hizo esperar. El mismo 26 de marzo, a las ocho de la noche, desde su cuenta de Twitter, solicitó a la Asamblea de su país decretar un régimen de excepción en todo el territorio. Pocas horas más tarde ya se habían suspendido garantías individuales básicas (libertad de expresión o de asociación). En los días siguientes se aprobaron una serie de reformas que facultaron a la policía a intervenir telecomunicaciones sin autorización judicial, así como extender de tres a 15 días el plazo que una persona puede estar detenida sin ser presentada ante un Juez. Otras medidas incluyeron penas de prisión de hasta 60 años a pandilleros y la posibilidad de que menores de edad pudieran ser privados de su libertad hasta por 10 años. Se creó la institución de jueces anónimos para que tramiten estos casos, figura que abre la posibilidad para cualquier cantidad de abusos. Todas esas medidas han sido acompañadas de amenazas a jueces que “favorezcan delincuentes” con sus sentencias y que “no dejen trabajar” a la policía. Víctimas del histrionismo de Bukele han sido también las ONG que “protegen” y “romantizan” “angelitos” y la propia Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, órgano que “defiende pandilleros” y de la que Bukele ha amenazado con retirarse.

    Siguieron los atropellos por Twitter: amenazas de quitar las comidas en las cárceles (“les juro por Dios que no comen un arroz, y vamos a ver cuánto tiempo duran”), los utensilios sanitarios y la consigna de “meter” a miembros de bandas antagónicas en la misma celda. Bukele anunció que “dormirán en el suelo y sentirán el sufrimiento que han causado al pueblo”. A nueve días del régimen de excepción, el Gobierno ha anunciado la captura de casi seis mil presuntos pandilleros. Son capturas en masa en las que no importa que haya elementos que incriminen.

    Es difícil saber cómo acabará esto. Como suele suceder con estas historias de improvisación y abuso de poder, de ella brotan más preguntas que respuestas.

    ¿Es legítimo que el Estado renuncie a su función civilizatoria para enfrentar una crisis de este calado? Asumiendo que las medidas son efectivas, ¿qué se pierde en el camino cuando las instituciones estatales reproducen las brutales prácticas de sus perseguidos? ¿De cuántos años es el retroceso civilizatorio que propone el Presidente de El Salvador? ¿Qué pueden esperar la prensa, los opositores y el resto de la población del Estado que cancela con tanta facilidad las libertades individuales?

    Desde un punto de vista más amplio: ¿Es El Salvador la punta de lanza de un programa político que reniega del paradigma de los Derechos Humanos y avanza una política de atropellamiento a la independencia judicial? ¿No es acaso ese mismo camino, con pocos cambios, el que está siguiendo Guatemala?

    Por último, es inevitable detenernos a reparar en el significado del liderazgo de Bukele. ¿Estamos ante el prototipo del nuevo liderazgo latinoamericano y de la nueva derecha? ¿En qué medida es el resultado del fracaso de los gobiernos de la región por encontrar una solución estructural al tema de violencia? O nos empezamos a preparar para responder coherentemente a estas preguntas o estaremos destinados a seguir tal derrotero.

    Es urgente hablar de lo que hoy pasa en El Salvador. Es necesario mirar a ese pequeño país porque lo que allá sucede parece no ser una herencia del pasado —un típico signo de subdesarrollo— sino el vaticinio del futuro. Uno muy oscuro.

    [1] He dedicado mis últimas dos columnas (y otras más de 2021) a reflexionar sobre la reducción de homicidios en la CdMx. Esta semana interrumpimos la programación habitual. Volveré sobre el tema la próxima semana.

    [2] Véase: Carlos A. Pérez Ricart, Cuauhtémoc Blanco y Nayib Bukele: ¿negociar con el crimen?, 25 de enero de 2021. Véase: https://www.sinembargo.mx/25-01-2022/4110534