La prosperidad compartida, ese concepto tan elusivo que promete crecimiento económico inclusivo, se presenta como un propósito del Grupo del Banco Mundial, que busca transformar las estructuras sociales, elevando el bienestar del 40 por ciento más pobre de la población. Sin embargo, al caminar por las calles de México, al observar el rostro cansado de las comunidades indígenas y rurales, uno no puede evitar preguntarse si ese sueño está destinado a quedar atrapado en las promesas incumplidas de un futuro que parece no llegar.
México, un país con profundos contrastes, donde la riqueza y la pobreza conviven en un escenario de desigualdades históricas, ha intentado desde hace décadas implementar políticas que buscan reducir estas brechas. Los programas sociales como Jóvenes Construyendo el Futuro y Sembrando Vida nacen de la promesa de un cambio. Sin embargo, como las semillas que no germinan, estos esfuerzos parecen perderse en la infertilidad de una estructura social que sigue alimentando la exclusión y la inequidad.
La prosperidad compartida no es simplemente un juego de cifras, es la esperanza de que el crecimiento económico toque todas las puertas, especialmente aquellas que se encuentran al margen del camino. Pero en México los resultados han sido, en el mejor de los casos, mixtos. Mientras algunos se benefician, los más pobres siguen aguardando. A la sombra de los rascacielos de las grandes ciudades, los campos de maíz seco y los caminos deteriorados en las comunidades indígenas nos recuerdan que la promesa de inclusión es, a menudo, una ilusión.
para la prosperidad
El crecimiento económico inclusivo es el pilar fundamental sobre el cual debería erigirse la prosperidad compartida. Sin embargo, en México el PIB crece, pero las grietas de la desigualdad siguen ampliándose. Los más vulnerables, aquellos que deberían ser los primeros en recibir los frutos de este crecimiento, se quedan atrás. En lugar de tener un campo fértil para la igualdad, el terreno sigue fragmentado por la falta de oportunidades.
Otro factor crítico es la reforma fiscal. Sin ella, la redistribución de la riqueza es imposible. Pero en México, la tan necesaria reforma sigue siendo un espejismo. El acceso a servicios básicos como la educación de calidad y la salud universal en todos los niveles debería ser un derecho garantizado para todos. Sin embargo, las comunidades rurales y los grupos indígenas siguen enfrentando barreras que los excluyen de estas oportunidades. Las escuelas se encuentran en ruinas, los hospitales carecen de recursos, y las carreteras que conectan estas áreas al resto del País son escasas o inexistentes. La inclusión social, más que una realidad, sigue siendo una aspiración.
A pesar de los esfuerzos, la realidad es clara: México está lejos de alcanzar una prosperidad verdaderamente compartida.
Las políticas implementadas hasta ahora han sido insuficientes para atacar las causas estructurales de la desigualdad. La reforma fiscal limitada, la baja calidad en la educación y la salud, y la falta de acceso a oportunidades para los más vulnerables son síntomas de un sistema que no ha logrado cumplir su promesa.
Para que la prosperidad compartida sea más que un eslogan político, es necesario un compromiso real con la equidad. Esto implica reformas estructurales profundas, una inversión masiva en infraestructura rural, y una revalorización de las políticas sociales que no solo mitiguen la pobreza, sino que realmente transformen la vida de quienes más lo necesitan. Estas y no la elección popular de jueces, deberían ser la prioridad del nuevo gobierno.
Octavio Paz, en su meditación sobre la historia de México, hablaba de un país que siempre parece estar en proceso de construirse a sí mismo. Hoy, al ver las sombras de la desigualdad proyectadas sobre el paisaje económico y social del País, no podemos evitar pensar que seguimos atrapados en ese proceso. La prosperidad compartida, como tantas promesas, corre el riesgo de perderse en las brumas de la historia si no se toman las decisiones correctas.
México tiene en sus manos la posibilidad de convertirse en un ejemplo de equidad y justicia social, pero para lograrlo debe romper con los moldes del pasado reciente. No es suficiente con ofrecer programas sociales o hablar de crecimiento; se requiere una verdadera transformación de las estructuras que perpetúan la desigualdad.
El camino hacia la prosperidad compartida no es fácil, pero es necesario. Si México realmente desea avanzar, debe mirar más allá de las soluciones superficiales y enfrentar de frente los desafíos estructurales. Sólo entonces podremos comenzar a hablar de una prosperidad que no sea un privilegio para unos pocos, sino un derecho para todos.
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