Ante una prolongada agonía, se pide un final pronto y compasivo. Tal vez sea dolorosa la despedida, pero es más cruel el continuado sufrimiento. Al menos así lo perciben familiares y deudos; aunque el vocablo agonía representa más la lucha por la vida, que la simple resistencia a la muerte.
En efecto, la palabra ἀγών (agón, en griego), equivale a lucha. Quien agoniza está luchando por perseverar en la vida; es decir, no claudicar ante el acoso de la muerte. No obstante, llega un momento en que uno se pregunta por el sentido de la vida, cuando ya no existen las condiciones adecuadas para el desarrollo de la misma. Llega un momento en que uno se cuestiona la finalidad de aquel desigual combate, pues el cuerpo languidece por más que aseste desesperados mandobles para ahuyentar y repeler al incómodo casero que viene a cobrar la renta del inmueble.
Llega un instante en que el dolor y la fatiga doblan el cuerpo inerte, que se resiste con inusitadas energías a ser engullido por el remolino de la muerte. Empero, la lucha es desigual y siempre tendrá el mismo desenlace. Si la agonía no es breve, debe ser brava, como expresó Amado Nervo:
“Después de aquella brava agonía, / ya me resigno..., ¡Sereno estoy[RD1] !/... y al expirar, / poder decirme: ¡nada atesoro:/ di toda mi alma, di todo mi oro, / di todo aquello que pude dar!... / desnudo torno como he venido;/ cuanto era mío, mío no es ya:/ como un aroma me he difundido/ como una esencia me he diluido”.
Si al cansado cuerpo y afligido espíritu no sirve la agonía, ¿será, entonces, en provecho mío? ¿Será, como escribió Juan de Tassis y Peralta: “aquella confusión, cuya agonía los dormidos espíritus despierta”?
¿Reflexiono ante la agonía?