Primero aclaro mi hipótesis: el principio eje del Estado de derecho es la igualdad ante la ley. Este principio no puede ser aplicado en la práctica porque nos es insoportable la igualdad en la convivencia. En otras palabras, como no podemos aceptarnos como iguales, tampoco podemos aceptar una relación igual ante las leyes.
Desde el 2010 y luego en 2022 publiqué reflexiones sobre la insoportable igualdad. Corresponde a miradas profundas académicas y no académicas descifrar cómo construimos en la práctica nuestra relación de cara al principio formal de la igualdad y la producción al respecto ha fluido desde diversas disciplinas. No sé si la perspectiva que aquí apunto ha sido desarrollada.
Observar esto en mi vida diaria se ha convertido tal vez en una obsesión. Pongo atención a rutinas y rituales confirmando, a mi entender, que interactuamos usando un reflejo que intenta desigualarnos de todas las maneras posibles. Encuentro espacios y eventos donde esto no es así y la acción colectiva hace converger la norma y las prácticas que igualan, pero estoy seguro que esto abarca una proporción muy reducida en la manera de relacionarnos.
Volví recientemente a estas reflexiones luego de revisar varios informes que confirman una vez más la persistencia de la impunidad e incluso el crecimiento de esta en los delitos más graves, comenzando por el homicidio intencional. “En 2022, la impunidad alcanzó una media nacional de 96.3 de los casos conocidos por el Ministerio Público, lo que supone un incremento de 4.5 puntos porcentuales en comparación con 2021”, cité en colaboración reciente.
Creo que como sociedad y Estado estamos encerrados en un ciclo de repetición que, como tal, reproduce nuestros problemas con la ley y nada resuelve. En mi memoria, hace cuatro décadas se comenzaba a denunciar la impunidad y hace tres ya había primeras aproximaciones empíricas para medirla. Esperar que algo cambie, luego de decenas o centenas de reformas, promesas políticas, programas, presupuestos e infraestructura, todo supuestamente destinado a reducir la impunidad, carece de la más elemental lógica.
La explicación a todo esto no está en la ley, también lo tengo claro; al revés, hágase lo que se haga con las reformas normativas interminables, en la práctica la red de intereses que entrelaza las burocracias de la justicia y la ciudadanía ha aprendido sofisticados mecanismos que normalizaron hace mucho -acaso desde siempre- la impunidad. Tenemos que reconstruir completamente nuestra comprensión de cómo funciona y a quién le funciona la manipulación de la ley. Por ejemplo, un texto reciente aquí reseñado abre paso hacia otras perspectivas de la llamada mordida, entendida esta “como forma de vida”.
En mi obsesiva mirada hacia nuestra convivencia lo que más me llama la atención es el conflicto con aquello que implica esperar un turno. La espera de un turno es un mecanismo que nos iguala y justamente por eso es insoportable para muchas personas por todas partes. Nunca olvidaré aquella frase de la señora en el puesto de tlacoyos: “a mi esposo no le gusta esperar”. El conflicto ante la práctica que iguala en la interacción cotidiana es en realidad el trasfondo del conflicto ante la regla que iguala.
La impunidad es síntoma paradigmático de la manipulación de la ley que fractura el principio de igualdad ante ella; es una representación paradigmática de la imposible subordinación política y social al principio de igualdad ante la ley y no veo manera de que esto se desmonte si seguimos sin entender el sustrato del conflicto con la igualdad.
Nadie en la llamada clase política y muy pocas personas en la sociedad reconocen en voz alta que en la práctica respetar el principio de igualdad ante la ley nos es imposible y justo eso es parte fundamental del problema. No podemos construir una conciencia colectiva al respecto porque la disponibilidad de la norma, exactamente como la posibilidad de manipular un turno, es una preferencia hegemónica que va desde lo micro -la fila para esperar el tlacoyo- hasta lo macro -la complicidad de las élites a favor de la impunidad, diferenciada según lealtades-.
He propuesto entender a la corrupción como una herramienta útil incluso para la movilidad social, de manera que la disponibilidad de la norma es una escalera que se usa para desigualarnos. La inmensa mayoría, si así puede, usará el primer escalón que encuentre, a manera de ventana de oportunidad para torcer una regla en su beneficio.
Vive extraviada la persona que aún cree que nos faltan otros arreglos formales. Si así fuera, hace mucho habríamos construido un Estado de derecho al menos mínimamente sólido. No es el caso y no lo será mientras la igualdad nos siga siendo insoportable.