Cada uno de nosotros cuenta con ese conocido que invierte un tiempo ligeramente excesivo en la gasolinera, deleitándose con el cautivador aroma de la gasolina. No obstante, a diferencia de las fragancias emanadas por un pastel recién horneado o la frescura de las flores primaverales, el olor de la gasolina no parece ser uno de aquellos que debamos apreciar.
Después de todo, no obtenemos nutrientes de ella, ni precisa de nuestro cuidado, y en cantidades suficientemente elevadas, puede ocasionarnos graves dolencias. No obstante, se evidencia que existen motivos tanto psicológicos como químicos que explican por qué tantas personas se sienten atraídas por esa fragancia a gasolina (incluidos aquellos que disfrutan de monearse).
La gasolina se compone en su mayoría de moléculas hidrocarbonadas, así como de aditivos que propician el correcto funcionamiento del automóvil. Una de dichas moléculas es el benceno, responsable de conferir a la gasolina su distintivo aroma. No obstante, aún desconocemos una razón evolutiva que justifique nuestro aprecio por esta molécula aleatoria presente en la gasolina. Por ende, es posible que la explicación resida en la hedonía del olor, expresión científica que alude a nuestra predisposición por aquello que nos agrada.
Solemos disfrutar de los aromas familiares y de aquellos con los que hemos establecido una asociación positiva en el pasado. Quizás hayamos percibido una bocanada de benceno durante momentos placenteros de nuestra infancia, como un viaje por carretera o la adquisición de manjares en la tienda de la gasolinera, de modo que se hayan forjado vínculos entre esos olores y nuestras emociones en nuestra mente.
Resulta más sencillo establecer conexiones emocionales con los olores que con otros sentidos, ya que las células cerebrales que nos permiten percibir los olores transmiten información directamente a un centro cerebral especializado llamada amígdala, región del cerebro encargada de las emociones. Dicha vía difiere de la que siguen nuestros demás sentidos, que deben transitar por una región intermedia menos especializada antes de llegar a la amígdala.
En consecuencia, la conexión emocional con los olores resulta más intensa que, por ejemplo, con el gusto. Además, nuestra química cerebral favorece dicha asociación. El benceno provoca que nuestros cerebros liberen mayores cantidades de dopamina, sustancia que nos brinda sensaciones placenteras y eufóricas. No obstante, al igual que ocurre con muchas otras sustancias que estimulan la liberación de dopamina, un exceso de algo bueno puede resultar perjudicial.
La inhalación excesiva de benceno puede ocasionar daños en nuestro ADN, lo cual desemboca en la muerte celular. Dependiendo de qué células sean afectadas, ello puede traducirse en un sistema inmunológico debilitado, problemas reproductivos e incluso cáncer si se inhalan grandes cantidades.
No obstante, la buena noticia es que, si no somos profesionales de la carga de combustible o no estamos expuestos con frecuencia a la gasolina, la cantidad de benceno a la que nos exponemos no debería afectarnos. No obstante, quizás sea conveniente reducir al mínimo el tiempo que pasamos en la estación de servicio.
Además, si no nos agrada el olor de la gasolina, tal vez no sea exclusivamente culpa del benceno, ya que existen otros componentes de la gasolina que no desprenden un aroma agradable. Por ejemplo, las aminas de cadena larga tienen un olor desagradable a pescado o podrido, y algunas personas afirman que los ácidos carboxílicos de cadena larga huelen a cabras. Todo ello podría explicar por qué la gasolina no resulta atractiva para todos nosotros.
Así pues, existen razones legítimas que justifican nuestro amor u odio por el olor de la gasolina. No obstante, independientemente de la posición en la que nos encontremos, estoy seguro de que todos podemos concordar en que el aroma de la cocina de mamá resulta infinitamente superior.