Parece un lugar común afirmar que la democracia fracasó, lo que no parece claro son las implicaciones y consecuencias de asumirlo así. Si en efecto podemos comprobar que los sistemas políticos llamados democráticos no han funcionado para que las mayorías ejerzan sus derechos y libertades, entonces la pregunta que sigue es qué necesitamos ante ello, más o menos democracia.
Seguramente no te imaginas vivir en una sociedad donde la presunción de inocencia estorba y es tirada a la basura con apoyo mayoritario. No te imaginas vivir bajo el riesgo de ser una persona acusada, procesada y sentenciada incluso de por vida, sin haber podido defenderte. No piensas que en cualquier momento y en cualquier lugar una autoridad viola tus derechos y no tienes manera de defenderte. ¿Pero qué tan lejos estamos de todo ello? Tal vez mucho menos de lo que te imaginas. Te invito a valorarlo con cuidado.
Parece un lugar común afirmar que la democracia fracasó, lo que no parece claro son las implicaciones y consecuencias de asumirlo así. Si en efecto podemos comprobar que los sistemas políticos llamados democráticos no han funcionado para que las mayorías ejerzan sus derechos y libertades, entonces la pregunta que sigue es qué necesitamos ante ello, más o menos democracia.
Hay muchas definiciones de democracia; para efectos de esta reflexión, solo entiendo como tal una forma de gobierno construida desde y para garantizar ese ejercicio; no puede llamarse democracia a una forma de gobierno donde una parte menor de la población disfruta del acceso a los derechos fundamentales, a costa de la mayoría que no lo hace.
En el mundo todas las llamadas democracias, incluso las que han logrado las más amplias porciones poblacionales en ejercicio de los derechos fundamentales, presentan contradicciones. Teorías y herramientas múltiples de clasificación global señalan que “El mundo es cada vez menos democrático”, de manera que más de la mitad de la población mundial “vive ya en regímenes que van de un autoritarismo moderado a la dictadura pura y dura. Solo un 6,4 por ciento disfruta de una ‘democracia plena’”. En América Latina y el Caribe, solo Costa Rica y Uruguay caen en la clasificación de “democracia plena”.
Vale recordar que la llamada democracia procedimental, la referida a los procesos electorales, bajo ninguna perspectiva alcanza si asumimos que las elecciones se refieren solo a la llamada legitimidad de origen, pero no de ejercicio; se vive cada vez más, el voto puede favorecer a gobiernos cuyo proyecto es contraer o acabar con la democracia, en el sentido de restringir o suprimir los derechos y las libertades.
¿América Latina está perdiendo su ventana democrática? No hay manera de afirmar o negar esto de manera general, pero las señales, vistas desde la crisis de violencias, son muy delicadas.
Un mensaje del pasado 11 de agosto en X (antes Twitter) me sirve para ilustrar el argumento: “...necesitamos los huevos de Bukele en México”. Entender la seguridad como un asunto de valentía, valor, temeridad, audacia, etcétera es extraordinariamente popular y parece de sentido común. Por eso cada vez más figuras públicas quieren mostrar arrojo -armas, uniformes, tecnologías- antes que métodos basados en inteligencia y evidencias para reducir las violencias. Las causas profundas de esto deben mirarse en términos culturales e históricos, al menos.
En mi experiencia, cuando alguien habla de métodos por ejemplo para reducir homicidios violentos, provoca escaso o nulo impacto; en cambio, suele ser de muy alto impacto mostrar fuerza; la tracción social a favor del uso de la fuerza crece acaso precisamente en la medida que el Estado no quiere, no sabe o un puede contener, reducir y transformar las violencias.
Las medidas propias de un estado de excepción pueden llegar a cualquier extremo, como lo enseña El Salvador; aquí algunos ejemplos de reformas recién aprobadas:
Suprimir la posibilidad de que las personas que son señaladas como integrantes de pandillas accedan a medidas sustitutivas a la detención provisional y dar potestad a las autoridades para extender sin límite este internamiento sin condena (no estarán obligadas las autoridades a respetar el plazo máximo de dos años para la detención provisional que establece la ley).
Potestad de imponer penas de prisión a niños, niñas y adolescentes procesados que fueren señalados de pertenecer a pandillas, para que puedan recibir condenas como adultos (penas de prisión de 20 a 30 años para adolescentes entre 16 y 18 años; y penas de 10 a 15 años para niños y niñas entre 12 y 15 años).
Suprime las reglas de control para la legalidad de la prueba, reduciéndola en la práctica al ejercicio de la sana crítica del juzgador. La reforma también otorga calidad de “prueba documental” a la mera denuncia y también al acta policial de entrevista de testigos (que podría así sustituir la propia declaración del testigo en la vista pública).
Extiende la detención provisional hasta 2 años en este proceso especial (el plazo máximo anterior era 1 año). No obstante, una reforma al Código Procesal Penal de marzo 2022 permite la detención provisional hasta la finalización del proceso, por lo que el límite de los 2 años es un formalismo y la detención se puede volver indefinida.
Es una terrible paradoja: en la medida que el Estado muestra más su fractura, en esa medida se genera mayor tracción política y social para darle más poderes a ese aparato roto. Sangra la región más violenta del mundo y los liderazgos políticos hacen lo que merece creciente popularidad y a la vez lo que más destruye el régimen constitucional de derechos: decretar estados de excepción y así quitar los de por sí débiles controles del poder.
Todo esto quizá lo ves lejano y la urgencia de encontrar la paz te hace pensar que cualquier medida es necesaria. Y acaso te parece imposible que, de un día al otro, cambien las leyes y te puedan detener sin acusación penal formal por 15 días, en vez de 72 horas, como pasó en el país referido de Centroamérica.
Es cierto, las violencias sangran la región, pero la popularidad del uso de la fuerza y el castigo penal están sangrando el régimen constitucional de derechos. La disyuntiva entonces no es qué seguridad queremos; más bien estamos ante otra pregunta: ¿vamos a renunciar a nuestros derechos fundamentales a cambio de la promesa de seguridad? La historia lo enseña bien: ese camino termina por colapsar ambos: los derechos y la seguridad misma.
Parece ser tiempo de recordarlo: “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”.