Arrasó Bukele en las elecciones presidenciales en El Salvador. No hay sorpresas, su popularidad es avasalladora. En una conversación reciente, califiqué a Bukele como enviado del futuro, sí, de un futuro sin democracia. Él sería la avanzada del nuevo derrotero de América Latina. Sin ocuparse de los medios y enfocado en los fines, el Presidente del país centroamericano vecino podría representar el punto de quiebre de nuestras frágiles y deficitarias democracias. Tal vez ya deberíamos entender que las democracias morirán por la seguridad.
¿Exagero? No lo creo, pero en todo caso me han dicho que exagero toda mi carrera profesional.
Dije en los 90 del siglo pasado que si no reconstruíamos las instituciones policiales no habría seguridad; exageras, me decían.
Dije en la primera década de este siglo que ninguna mejora policial sería duradera sin nuevos sistemas de control interno y externo; no es para tanto, repitieron; dije también desde entonces que la policía y el poder político se habían trenzado en un pacto original de intercambio de lealtad a cambio de impunidad y que sin desmontar ese pacto jamás tendríamos a la policía protegiendo a la gente, y lo mismo me decían.
Ya en la segunda década de este siglo me pregunté qué sería cuando comprobáramos que los militares tampoco traían la seguridad.
Por último, todo este sexenio federal he insistido que la ruta hegemónica no declarada es entregar el control total a la seguridad a las instituciones castrenses. Y aquí estamos, ya con más militares operativos desplegados en tareas de seguridad pública que policías. Son desproporcionadas tus hipótesis, aún hoy hay quien me insiste.
Entre la capitulación civil en seguridad en México y la reelección de Bukele en El Salvador hay el menos un claro continuo: la inmensa mayoría de la sociedad acepta ceder el ejercicio de sus derechos a cambio de la seguridad.
La contradicción es terrible: las instituciones del Estado rotas son parte de la inseguridad y la sociedad acepta ampliar sus poderes. Los estados de excepción, bien vistos, formalizan en mucho la fractura de los controles institucionales rotos. La figura del arraigo llevada en México a la Constitución es un potente ejemplo de cómo la democracia se desmonta a sí misma, a nombre de la seguridad. Si las instituciones no pueden, no saben o no quieren profesionalizar sus competencias para investigar, entonces se bajan los estándares profesionales y se abren hipótesis jurídicas de intervención, aún si eso ancla figuras que violan el propio régimen constitucional de derechos. Todo a nombre de la seguridad, con la tracción social de soporte.
La contradicción se puede ver desde otro ángulo: la crisis de gobernabilidad asociada a las promesas incumplidas de gobierno tras gobierno, en lugar de apalancar el fortalecimiento de la rendición de cuentas, la viene debilitando aún más. Si las instituciones policiales y las fiscalías rotas son opacas y no rinden cuentas, le pasamos la tarea a las instituciones militares que están aún más lejos de cualquier posible escrutinio.
A nombre de la seguridad y también de la justicia, en lugar de ir a más controles democráticos, vamos a menos.
El estado de excepción declarado en el país vecino y los poderes de excepción de derecho y de facto que se vienen activando acá tienen el mismo motor: la descomposición crónica del Estado; es la sequía de instituciones civiles democráticas operando hacia una mayor sequía democrática (parafraseando a Wolf Grabendorff).
Si el futuro político para América Latina será modelado desde, por y para la popularidad, entonces ya ganó la seguridad que más apoyo merece, esto es, la que es intercambiable, por ejemplo, por la presunción de inocencia. Si es así, nuestras democracias ya están en desahucio y todavía no lo podemos asimilar. Una muerte en curso a cambio de la seguridad.
Nada me daría más gusto que estar exagerando.