Es clásico que al iniciar un nuevo año se haga un análisis de lo vivido para ajustar y reprogramar lo que hace falta conseguir, con el objeto de redimensionar un plan de vida a seguir.
Aun cuando no seamos expertos en programación, es necesario hacer un alto en el camino y observar algunos puntos esenciales en los que consideremos necesario un reacomodo.
Ahora bien, ¿por qué en este tiempo? ¿Por qué no hacerlo en abril o en agosto? Sencillamente, porque el inicio del año es la coyuntura adecuada, ya que se deja atrás una etapa y se requiere redireccionar los esfuerzos para redefinir y reorientar la consecución de las prioridades. En consonancia con ellas, lógicamente, habría que situar las metas a alcanzar, las estrategias a implementar y las acciones inmediatas con que se debe comenzar.
Lógicamente, el requisito indispensable para que el plan de vida no sea fugaz quimera, o un simple buen deseo, es que las metas no sean irreales, se plasmen por escrito, sean medibles, se tengan siempre presentes, consten de una fecha de vencimiento y se cuente con los medios y recursos suficientes para lograrlas.
Cualquier plan de vida debe responder a las preguntas fundamentales: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿qué camino o ruta debo tomar?, ¿quién quiero ser?, ¿qué debo hacer?, ¿a dónde pretendo llegar?, ¿con qué recursos cuento?, ¿qué debo aprender?, ¿qué debo hacer ya?, ¿qué acciones negativas debo de suspender inmediatamente?, ¿qué fortalezas y virtudes debo impulsar?, ¿qué errores y vicios debo evitar?, ¿qué es lo que hago bien?, ¿en qué me debo superar?
Éstas y otras muchas interrogantes permitirán monitorear que la toma de decisiones sea efectiva, y no quede todo en un simple deseo, con el consiguiente derroche de recursos.
¿Planifico coherentemente mi vida?
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