Hoy en ciertos sectores del empresariado y las clases acomodadas de México están a punto de erigirle una estatua a José Antonio Meade. Están a un paso de vitorealo, cargarlo en hombros, bautizar un parque con su nombre. El hombre decente, el católico comprometido, el padre de familia. Como escribió Bloomberg sobre él: “Meade es un producto raro en los altos eslabones del gobierno mexicano, un hombre con una reputación de honestidad”. Tecnócrata, trabajador, poco pretencioso. Decente. Y ese perfil de priista potable abre la posibilidad para muchos de volver a votar por el PRI sin sentir remordimiento. Lo harán con la conciencia tranquila, persignándose porque no avalaron a un corrupto.
Pensarán que al menos llegaría a Los Pinos alguien con las manos limpias, la casa modesta, el Prius pequeño. Y en la perspectiva de sus adeptos eso bastaría para hacerlo presidenciable. Es uno de nosotros, dirán los oligarcas empresariales. Protegería nuestros intereses, argumentarán los inversionistas internacionales. No es un ladrón, insistirán miembros de las clases medias. Nos salvará de Andrés Manuel López Obrador, clamarán los que temen el venezolamiento de México. Y a todos los que celebran su supuesta idoneidad se les olvidará lo evidente, lo obvio, lo que lo debería descalificarlo de entrada, o llevar a cuestionamientos indispensables. José Antonio Meade es un priista.
No con credencial, no con militancia, no con cargos de elección popular vía ese partido e incluso fue Secretario de Hacienda del panista Felipe Calderón. Es un priista de una forma más esencial, más fundacional. Su priismo es uno de porras, de lealtades, de genuflexión, de ADN, de hacer lo que su Presidente le pida aunque vaya en contra de su entrenamiento como economista y su buen juicio como hombre honorable. Basta con ver su cuenta de Twitter, leer sus declaraciones, examinar sus comparecencias. Ahí no está el hombre honesto, el hombre honorable. Ahí está el funcionario priista que oculta las cifras del endeudamiento, que encubre la fragilidad de las finanzas públicas, que omite hablar de las críticas de Standard & Poor’s, que no habla del despilfarro del gasto corriente, que encubre los desvíos multimillonarios de recursos gubernamentales con motivos políticos y electorales, que se presta a manipular cifras y datos para que la gestión de Enrique Peña Nieto parezca mejor de lo que es.
Por eso afirma sin el menor rubor que “México le debe mucho al PRI (...) y su participación activa para evitar pérdidas importantes”. En esa defensa ahistórica de su partido, Meade borra las heridas infligidas por gobiernos priistas desde al menos 1976. El PRI culpable de crisis, creador de devaluaciones, responsable de sismos financieros sexenales, cómplice de saques sindicales, progenitor del capitalismo de cuates. México le debe al PRI la creación de instituciones y hoy debería reclamarle cómo las pervirtió, hasta llegar a donde estamos hoy. Con una corrupción que se come 9 por ciento del PIB. Con un andamiaje institucional que permite y crea incentivos para el enriquecimiento personal vía el erario público. Con un priismo como forma de vida y extracción del botín que corrompe todo lo que toca, incluso a impolutos como Meade.
Porque pensar que un solo hombre bueno puede limpiar la estructura prevaleciente es ingenuo o intelectualmente deshonesto. Limpiar el gobierno requerirá acabar con lo queda del priismo en las venas, en los partidos, en la función pública, en el comportamiento institucional. Y eso transita por preguntarle a Meade por qué cerró los ojos ante el extravío de recursos por parte de gobernadores priistas. Preguntarle cuál es su opinión sobre la permanencia de Raúl Cervantes, el Fiscal Carnal. Preguntarle sobre los fideicomisos opacos que la Secretaría de Hacienda administra. Preguntarle sobre lo que Animal Político llamó “La Estafa Maestra”; los 192 millones de dólares canalizados a 11 dependencias federales que desaparecieron. Preguntarle qué piensa sobre Odebrecht y cómo investigar a los señalados, incluyendo Emilio Lozoya y el propio Peña Nieto. Si Meade no provee respuestas satisfactorias sobre estos temas definitorios comprobará que lealtad política mata decencia. Y si parece un pato, nada como un pato, y grazna como un pato, probablemente es un pato. Un pato priista que no puede desconocer el lodazal donde se mantiene a flote.
Twitter: @DeniseDresserG