El lopezobradorismo es un impulso enfáticamente anticonstitucional. Su idea de la democracia supone una sacralización del principio de mayoría que ignora la prudencia de los contrapesos y los procedimientos. Pero ese impulso no tuvo, al final del día, una estrategia política coherente, un plan de acción en el tiempo que llevara a culminación su propósito de desmantelar lo que llama despectivamente, “el régimen de la transición”.

    Agencia Reforma

    @jshm00

    El proyecto autocrático ha encontrado tope. El Poder Judicial ha suspendido la entrada en vigor de la contrarreforma electoral del régimen. Congelados han quedado los cambios a la ley que contradecían abiertamente la Constitución. A pesar de los deseos de la mayoría en el Congreso, a pesar de la instrucción del Presidente, el árbitro seguirá operando bajo las reglas anteriores mientras el pleno de la Suprema Corte resuelve definitivamente la controversia.

    La democracia constitucional da muestras de salud. Cuando el poder transgrede la norma que le da fundamento, los tribunales han de detenerlo para restaurar la vigencia de la regla suprema. Para eso fueron creados los tribunales constitucionales. Para impedir que el poder político, por popular que sea, no rompa el acuerdo fundamental. Llama la atención que a algunos voceros del régimen sorprenda el mecanismo. Las cuentas que hacía un senador morenista son reveladoras de la simpleza de democracia que defienden. Están convencidos de que el único principio que vale en democracia es el de las magnitudes. A su juicio, la mayoría ha de hacer lo que quiera. Ignorar la Constitución si le place, romperla si se le estorba. El legislador sumaba 261 votos de los diputados y 72 votos en el Senado y contrastaba estas centenas con el único voto en la Suprema Corte de Justicia que fue suficiente para rechazar temporalmente la reforma. No se ha enterado que el principio básico de la democracia constitucional es la supremacía de esa ley que es el centro de las coincidencias políticas. La democracia no es solamente una contienda de números, también es una disputa por la razón legal.

    El tiempo es factor decisivo de lo que puede anticiparse será una gran derrota política del régimen. El proyecto de desmantelamiento del INE cristalizó en la fase declinante del gobierno. ¿Qué hubiera pasado si esa reforma al INE, junto con una reforma paralela a la Suprema Corte se hubiera presentado en diciembre de 2018? La animosidad presidencial es antigua, pero no hubo en la primera mitad de la administración ningún proyecto concreto de reforma electoral. Se atacaba al instituto, como a muchos otros órganos de Estado por vía presupuestal. Se le maltrataba frecuentemente en discurso. Pero no había entonces un programa de descuartizamiento. Los resultados de la elección intermedia y las muestras de autonomía que desecharon la candidatura de un favorito fueron motivo de una reforma arrebatada. Una reforma hecha apresuradamente en un cuarto cerrado; una reforma que careció desde el principio del aporte de la negociación; una reforma impulsada por rencores y manías solo podía asentarse en los incondicionales que forman la mayoría legislativa. Quienes no necesitan leer para votar aprobaron la reforma electoral. Eso es lo que resalta ahora en el trayecto judicial. El aire de la mínima independencia exhibe de inmediato la inconstitucionalidad de una reforma indefendible.

    El lopezobradorismo es un impulso enfáticamente anticonstitucional. Su idea de la democracia supone una sacralización del principio de mayoría que ignora la prudencia de los contrapesos y los procedimientos. Pero ese impulso no tuvo, al final del día, una estrategia política coherente, un plan de acción en el tiempo que llevara a culminación su propósito de desmantelar lo que llama despectivamente, “el régimen de la transición”. El impulso autocrático se topó con instituciones que cumplen su deber constitucional y se topó también con el muro temporal del sexenio. Creo por eso que, frente al catastrofismo de algunos, el lopezobradorismo terminará siendo un episodio autocratizante. Su saldo político será muy negativo: erosión institucional, destrucción de memoria y experiencia administrativa, restauración de abyecciones. Seguirá siendo, sin duda, un eje de identidades políticas. Pero el pluralismo sobrevivirá la furia populista de estos años. Pase lo que pase en las elecciones del año que entra, el país retomará las formas políticas que dan cuerpo a su diversidad. Quien ocupe la presidencia tendrá las restricciones a las que nos habituamos desde el 97, el Congreso difícilmente seguirá siendo la corte de alabanzas en que la convirtió Morena, los estados recuperarán la dinámica pre 18. Vale preguntar: ¿el lopezobradorismo será, en efecto, un paréntesis?