@jagudinoh
SinEmbargo.MX
Una de las primeras cosas que un escritor incipiente aprende en talleres de narrativa es la diferencia entre lo verdadero y lo verosímil. Lo hace sin la necesidad de entrar en la discusión filosófica acerca de cómo nos relacionamos con la existencia. No es un asunto epistemológico, en una primera instancia. Basta con aceptar con que la realidad es cierta pero no siempre verosímil y viceversa. Es decir, que la ficción no es verdadera pese a que puede ser mucho más creíble que lo sucedido. La clave, en el sentido de esta enseñanza, es ser capaces de construir relatos que resulten verosímiles, aunque, por su esencia ficcional, no sean por fuerza verdaderos: la episteme de la ficción.
Son muchas las claves para conseguir tal verosimilitud, incluso cuando nos apartamos de la realidad como la concebimos; de lo contrario, no habría cabida para la ciencia ficción, la fantasía o relatos como los de los superhéroes, sin ir más lejos. Una de las más importantes es la capacidad del texto por entusiasmarnos. También, que éste sea consistente con las reglas que ha planteado. Para quienes nos dedicamos a la ficción, estos dos asuntos son por demás relevantes: romper el sistema de configuración textual que un autor planteó equivale a escindir el pacto de verosimilitud que se fraguó entre la obra y sus lectores. Así que, por mucho que uno quiera, es impensable que un hombre volador de acero con capa llegue a rescatar a cierto mago con una cicatriz en la frente en la batalla final. No porque el mundo de un texto sea más cercano a lo verdadero que el otro sino porque tienen diferentes reglas.
De ahí que llame tanto la atención la andanada de relatos que intentan explicar nuestro presente desde trincheras que se aproximan a lo absurdo: la vacuna contra el Covid-19 cambiará nuestro ADN, la telefonía 5G hará de nosotros robots, las consabidas perogrulladas del Presidente en turno, la distorsión de la verdad a partir de dichos, el clamor de un fraude electoral sin prueba alguna. Llama la atención pero no sorprende. No del todo. La humanidad está acostumbrada a éstas, por llamarlas de algún modo, mentiras.
Pensemos en las mitologías, esas explicaciones sobre el funcionamiento del mundo que partían de las relaciones entre los dioses y los humanos. Nos da por pensarlas como relatos fantásticos que, además, van extendiendo sus dominios hacia nuevos textos que se convierten en caricaturas. Pero en los dioses griegos creyeron los habitantes de la civilización más avanzada de la época; tanto, que los heredaron a los romanos, quienes fueron el imperio más poderoso, quizá, de la historia. Y eso se puede replicar en diferentes escalas: los aztecas, los nórdicos, los hindúes y cada uno de los imperios que nos vengan a la mente. Sus mitologías eran una forma de explicarse el mundo. Verosímil, sin duda, pues los relatos funcionaban. Falsa, también, salvo que seamos creyentes de esos cultos.
Lo mismo ha pasado con la política. Desde los monarcas que convencieron a sus súbditos que eran de ascendencia divina, hasta revolucionarios que sometieron a países enteros esgrimiendo una ideología llamativa pero errada. En otras palabras, lo que vende y convence es el relato, no los hechos que de éste emanen.
Cuando uno se dedica a la ficción, sabe que su episteme radica en la verosimilitud. Curioso es ver a todos los sorprendidos, ahora, por las mentiras de Trump o las fake news que se lanzan por doquier. Si acaso, la sorpresa debe ser por el cinismo, porque nos mienten en la cara, frente a las pruebas contundentes y a la mano de la falsedad de sus dichos; nunca, porque sea novedoso este método. En ese sentido, la ficción es mucho más rigurosa que la realidad dado que exige una verosimilitud que esta última no precisa.
La episteme de nuestra realidad descansa, en cambio, en su capacidad por convencer y emana de la voluntad de poder. Si se logra imponer un discurso o un relato, da igual si es verdadero o verosímil y eso es algo que sabemos hace milenios.
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