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La expresión “somos lo que decimos” queda corta cuando se trata de entender el discurso del Presidente. Hace un par de semanas leí un interesante artículo de Ricardo Ancira, un catedrático de la UNAM profesor de literatura francesa y ganador del premio Juan Rulfo 2001.
Hablaba en su texto sobre el poder de las palabras, de las “funciones” o los “actos de habla”, exponía que lo más importante para la lingüística no era lo que se decía, sino lo que se hacía con lo que se dice. En este sentido, los mensajes pueden provenir en frases o locuciones que llevan de fondo una carga de intenciones que van más allá de su propio significado ordinario.
La descalificación en el discurso político mexicano ha existido desde siempre, pero en los últimos años y en particular en este nuevo sexenio, el Presidente conoce de fondo el poder que tienen sus palabras. En una sola frase, en el dicho de una idea, un prejuicio o una opinión sobre una institución, una persona o un grupo de personas, el titular del Ejecutivo puede transformar la percepción que millones de mexicanos tienen sobre él, ello o ellos.
Así pues, cuando en esas conferencias mañaneras el Presidente enjuicia en su discurso a ministros de la corte, jueces, diputados de oposición, líderes de partidos, gobernadores, líderes sociales, de opinión o cualquier actor político, empresarial, cultural o social que tenga en la mira, la carga o el impacto de sus palabras se convierten en actos propagandísticos muy parecidos a las ideas de Goebbels, aquél propagandista alemán que tenían como primera misión “acallar a los medios y al periodismo crítico, adoctrinando paralelamente a los ciudadanos”.
Pero no únicamente es lo que se dice, también están los silencios gubernamentales, las cosas de las que se está obligado a hablar pero por estrategia de comunicación el gobierno deja de lado. Asuntos importantes que evaden una responsabilidad pública. Estos temas generalmente negativos para el Presidente se relegan de las conferencias y se tocan de manera superficial entre una respuesta y otra.
Nadie puede negar que Andrés Manuel es un genio de la comunicación, aprendió en toda su carrera a comunicar más allá de las palabras generando profundos vínculos afectivos con sus seguidores y profundizando en las diferencias con sus opositores. Polariza y divide, al mismo tiempo que endulza oídos y convence.
Por eso cuando el Presidente habla parece que predica, que da un sermón más que un discurso político. Porque con el mismo mensaje, tal como lo dice el experto, está mandando ideas con diferentes significados y este tipo de comunicación muti-frecuencial es de una complejidad sobresaliente.
Porque si observamos más allá del mensaje, podremos darnos cuenta que mientras él recrimina airadamente a la administración de Calderón y su política contra el narcotráfico, así como pide no adelantar juicios sobre la culpabilidad de García Luna, en Los Pinos se realiza una subasta de bienes incautados a la delincuencia organizada vía -otra joya de la comunicación el título- “el Instituto para devolver al pueblo lo robado”.
Y así, mientras él cabalga como el Cid campeador, al frente de la llamada “lucha contra la corrupción”, Manuel Bartlett es exonerado de toda acusación de enriquecimiento ilícito y conflicto de interés. Porque el Presidente puede acusar a todos, menos a los suyos, porque como en los viejos tiempos del PRI, todos son culpables menos los cercanos. Luego e seguimos...