Tiene razón el Presidente: si su Gobierno no logra pacificar el País, reducir significativamente la violencia en los próximos tres años, lo que haya hecho su Gobierno en materia de corrupción, programas sociales o formas de hacer política da exactamente igual. Lo mismo podemos decir al revés: si el Gobierno de López Obrador da resultados en seguridad, todas las pifias, dichos desafortunados y fracasos administrativos pasarán a segundo término.
El Gobierno insiste que para pacificar al País hay que atender las causas y que la violencia no se combate con violencia, que fuego no se apaga con fuego, sino con diálogo, una visión que se sintetiza en la frase ya célebre de “abrazos, no balazos”. La pregunta que no se ha podido responder es cómo se traduce eso que suena muy bien en políticas públicas que den resultados tangibles y que nos permitan medir con certeza que vamos avanzando en el rumbo correcto.
Lo que está pasando en Michoacán, Zacatecas, Tamaulipas o Guanajuato es un buen laboratorio para hacer algunas preguntas a la política de seguridad del Gobierno federal. En zonas donde hay una lucha abierta por el territorio porque dos grupos se han declarado abiertamente la guerra; donde las instituciones del Estado, como las policías municipales y los puertos son parte de la disputa, y los recursos propiedad de la nación, como la gasolina o las carreteras, fueron expropiadas por grupos delincuenciales; donde la sociedad civil está armada hasta los dientes porque esta idea de que es el Estado, el gran Leviatán, quien nos protege a todos es una quimera: ¿existe alguna posibilidad de reconstruir la paz por la vía de la concertación?, ¿cómo se dialoga con el crimen organizado?, ¿cuáles son los límites del concesión del Estado frente a grupos cuyo negocio es no solo ilegal sino que una buena parte de éste se basa en la obtención de recursos de las comunidades vía cobros de piso y extorsiones?
La pregunta más importante es cómo hacemos para que la paz sea duradera. Cada vez que algún Gobierno, a través de acciones u omisiones, ha buscado “controlar” al crimen organizado o favorecer a un grupo específico en una región criminal como parte de la política de paz, ha fracasado; invariablemente el rebote de la violencia ha sido mayor. La estrategia, verbalizada pero nunca sistematizada, de este Gobierno es, dicen, “atacar las causas de la violencia”, pero no está claro cuáles son. La pobreza y la desigualdad son problemas estructurales que hay que combatir radicalmente; los programas sociales, que por supuesto son urgentes y necesarios, son fundamentales pero no bastan, porque las causas van más allá. El origen de la violencia tiene más que ver con la debilidad misma de las instituciones del Estado (Poder Judicial, policías, sistema penitenciario, aduanas, etcétera), con la pérdida del control del territorio y con las condiciones de ilegalidad del mercado de las drogas. Esto claramente no se resuelve con abrazos.
El reto de pacificar al País es enorme, no es de corto plazo ni depende de la voluntad de una sola persona: la paz la construimos entre todos o no es paz.