No te sometas antes de tiempo, pedía el historiador Timothy Snyder en su panfleto antitrumpiano. El ciudadano que se agacha, el crítico que se calla, el periodista que cierra los ojos, el opositor que se acomoda enseñan al poder que puede hacer lo que se le da la gana. En estos tiempos, las personas y las instituciones tratan de imaginar lo que el poder desea de ellas y se adelantan a ofrecérselo apresuradamente. Se está cortando el nervio de la resistencia cívica. La fuerza del nuevo régimen parece tan descomunal que se amontonan las abdicaciones. Renuncias a mantener la oposición, a entablar la crítica, a librar la batalla. Somos testigos de la tragedia de la “obediencia anticipada” de la que hablaba Snyder. Los nuevos obedientes cambian de traje y de vocabulario para enviar señales de haber aprendido la lección. Políticos de todos los signos, empresarios, medios, comunicadores, instituciones, partidos se adaptan velozmente al nuevo régimen. A su debilidad, a su oportunismo, a su ambición la llaman “realismo.” Ese deber de reconocer la realidad es, en realidad, determinación de someterse al nuevo poder.
Hace unos días el presidente del grupo Lala dio un ejemplo perfecto de la estrategia de sumisión empresarial que empieza a cundir en muchos ámbitos. Vale la pena detenerse en su mensaje porque es muestra de una tendencia. En un evento en La Laguna presidido por el Presidente y su sucesora, Eduardo Tricio pronunció un discurso empalagosamente adulatorio que capta a la perfección la estrategia de servidumbre. Al poder hay que halagarlo y no confrontarlo jamás con un cuestionamiento público. El empresario se atrevió a describir al Presidente como un “hombre de Estado.” Sugerir que el político que se ha empeñado en demoler las bases pluralistas del Estado mexicano, decir que el gobernante que ha socavado las columnas institucionales del poder es un “hombre de Estado” es francamente grotesco. De los piropos que se le podrían inventar a López Obrador el más absurdo es precisamente ese. Podrá haber sido un político astuto, fue todo menos hombre de Estado. Lo notable del discurso no es ese retorno de la adulación propia del viejo presidencialismo, sino el peso de sus silencios. Para el empresario, el futuro de México es próspero. Un país dinámico, en crecimiento, con grandes oportunidades derivadas de la relocalización. Pero en su mensaje no hay ninguna advertencia sobre lo que podría reventar esas oportunidades: la destrucción institucional en la que están empeñados el Presidente saliente y la Presidenta entrante. Ni una palabra sobre el impacto de la desintegración del Poder Judicial. ¿Cómo se podrían aprovechar las oportunidades de la economía de cercanías si el nuevo régimen está empeñado en destrozar las bases de autonomía y profesionalismo del Poder Judicial? Ni una palabra sobre la violación a los compromisos internacionales que significaría la muerte de los órganos autónomos. Para acomodarse al nuevo régimen, nos instruye el empresario, hay que aprender a callar. Hay que elogiar al gobierno con entusiasmo y evitar los temas que incomodan al gran poder.
En la Cámara de Diputados se escenificó recientemente un espectáculo penosísimo. Los integrantes de un poder pronuncian ante otro sus últimas palabras, después de haber sido condenados a muerte, sin juicio alguno. Ensoberbecidos por los votos, los legisladores permiten hablar a los ministros de la Corte para darse el gusto de ofenderlos antes de aniquilarlos. Cada uno de ellos sabe que no hay oído para sus argumentos. Sabe que la condena es inapelable y que, no solamente es injusta, sino que será desastrosa. Ninguno intenta ya modificar el veredicto. No ofrecen con lucidez ni pasión argumentos que pudieran dejar en claro la arbitrariedad que pretende consumarse. No se dirigen a la opinión pública, no le hablan al futuro. No hacen esfuerzo por exhibir la catástrofe que cocina la mayoría. Tratan apenas de diferir la ejecución y piden tiempo para ir difiriendo los sacrificios. Saben que la navaja está a punto de caer sobre su cuello. Varios de ellos hacen una petición. Quieren que la canasta que reciba la cabeza del guillotinado tenga un cojín que amortigüe la caída del cráneo.
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Agencia Reforma
@jshm00