Julieta Montero
Ahora, quiero contarles
como fui dichosa en París,
eran los años mozos de mi nieta
los tiempos de la ilusión
cuando el corazón se abre
a la abundancia del amor
a la libertad del aire que se respira,
fue en mayo,
todavía estaba fresco el atentado
y la inundación por derramarse el Sena;
la Torre Eiffel estaba un poco triste
la lluvia pintaba de grises a las nubes
y se mojaba con sus propias gotas.
París sin su puente de madera
no tiene razón de ser,
ahí es donde las estatuas son humanas
y los lienzos muestran rincones favoritos
como el de Montmartre,
que suspira por los versos
en la plaza del teatro.
Fui dichosa,
y de esta historia nueva
nace una nueva poesía
una incontrolable emoción
que revolotea como paloma
dentro de mi ser.
Todavía viven en mí esos días,
todavía contemplo desde Trocadero
a los Campos de Marte
con el sabor de nutela en los labios
venido de una riquísima crepa;
desde ahí se muestra majestuosa al mundo
el símbolo de París.
Por las noches veo a Cuasimodo
brincar de una gárgola a otra
mientras la luna se filtra
entre las dos torres cuadradas
de Notre Dame.
El silencio nos toma de la mano
para caminar río abajo
hasta el Louvre
en un solemne ritual
cada paso va marcando un rumbo
que vivirá por siempre
en el calor del recuerdo
y en los ojos abiertos de mi nieta
será un sueño vivido
que se paseó en metro hasta
la estación de Barbes-Rochechouart
en un momento de gran intensidad.
Así fue la última etapa
de la historia de nuestro viaje.