Lo qué pasó en Acapulco - y aún sigue sucediendo y lamentablemente crecerá en estos días - es un dramático aviso para que Mazatlán y todo Sinaloa refuercen su seguridad ambiental y cultura de prevención.
No veo a Protección Civil o a los gobiernos emprender inspecciones o exigir ventanas anticiclónicas a las torres que, en el caso de la marisma patasalada, han surgido de los antiguos humedales como la humedad, cual gloriosos colosos de acero y tablarroca.
A lo largo del litoral sinaloense existen continuas invasiones en la zona de playa. Muchos restaurantes y construcciones suntuarias han sido alzadas fuera del cordón de seguridad de 20 metros detrás la marea más alta.
El mar recupera lo que es suyo. Y arroja a tierra también lo que no le corresponde. El problema de cualquier fenómeno atmosférico de impacto puede dañar azarosamente cualquier punto desde Teacapán hasta El Maviri.
No olvidemos que entre los culpables abstractos de esta tragedia en Guerrero no solo están el calentamiento global y la siempre culpabilizada 4T: también lo son los funcionarios y empresarios locales que violaron leyes para construir donde no se debe y como no se debe.
No hay desastres naturales. El hombre los hace artificiales cuando invade donde no corresponde y, aún así, no toma precauciones. El cimiento más poderoso no puede soportar la erosión que de repente se lleva la arena, tal como aconteció en Cancún.
Esto nos lleva a cuestiones de carácter. A los mazatlecos nos acusan de vivir muy a gusto y no preocuparnos por nada y algo de verdad flota de ese postulado. Las características semiparadisíacas de vivir frente al mar hacen que la gente de fuera nos consideren unos envidiables depositarios del paraíso arrebatado a esta tierra.
Claro que quienes hemos sobrevivido entre barrios y marismas confirmamos lo exagerado de esta premisa. Es motivante vivir frente al mar, tiene sus inconvenientes. Sabemos que nuestros carros deben ser lavados todos los días, con un mínimo chorro de manguera, so pena de que se pudran gradualmente, a manera de una lepra bíblica. El mar también corrompe.
Alguna influencia tendremos los porteños del paso de los huracanes que hemos sido un poco reacios a construir en firme nuestro futuro. En las últimas décadas, las construcciones se han vuelto más resistentes a los meteoros, pero quizás, en otros tiempos, cuando un ciclón barría con fábricas y viviendas hechas de madera, la gente lo pensaba dos veces antes de invertir en un negocio susceptible a derrumbarse bajo la furia del dios Eolo.
Aquí le llamamos “Ciclón” porque, inconscientemente, sabemos que viene por ciclos. “Huracán” es el nombre del dios del viento del Caribe y tifón (“Typhoon”) es el de otra catastrófica deidad oriental.
Nosotros veíamos la tempestad y no nos hincábamos ante nadie.
Apostamos a la pesca y el turismo, actividades que vienen y van. La industria no se desarrolló como en otras ciudades y nuestros políticos del centro nunca nos dotaron de presas para fertilizar la agricultura. Hasta un ingenio azucarero nos quitaron en El Roble, aunque nunca se nos quitó el ingenio para reírnos de nuestras tragedias.
También, el huracán es algo que debe habernos templado. Saber que la vida de todos estará en riesgo el próximo año, nos daba una certeza de nuestra propia fragilidad.
En fin, por eso quizás algunos de nuestros políticos locales llegaron a sus cargos con voracidad ciclónica para legar sólo desolación, aunque esta última calamidad, no fuera muy notoria al tiempo preciso que el elegido de los mazatlecos dejará el cargo. Igual sucedió con ciertas personas que llegaban a puestos gerenciales en empresas familiares, industrias o cooperativas camaroneras. Nos faltó dar el segundo paso.
Por supuesto, no generalizo de manera total. Tenemos grandes ejemplos de empresarios y líderes que han sabido darlos y su esfuerzo conjunto ha sostenido esta península que se interna al mar con mucha valentía. Pero vemos que el boom inmobiliario puede salirse de cauce.
Los sucesos de Acapulco han hecho que los mazatlecos volvamos una vez más la mirada hacia nosotros mismos. Pero no sólo hacia las posibilidades geográficas de la tragedia, sino también hacia las actividades sísmicas de nuestra maltrecha conciencia. ¿Será que estamos demasiado resignados a recibir las inclemencias del destino, levantarnos sonrientes y verlas con la aceptación conformista de quien vio pasar el huracán y agradece haber seguido con vida?
Los capitalinos cambiaron su visión total de la vida con el sismo. Hasta surgió una nueva solidaridad y un descontento que en pocos años se nota en las urnas. (Salinas De Gortari perdió allá y luego se vengó subiendo el predial y el metro).
Pero aquí no se trata de política futurista. Ojalá nunca sea necesaria una lección atmosférica para que reconstruyamos, física y mentalmente, todo aquello que representa a Mazatlán y Sinaloa. Hagámoslo ya por nosotros mismos.