@jshm00 / Agencia Reforma
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El INE fue el personaje del 2022. El árbitro se convirtió en el centro de la disputa política. Durante tres años, el Presidente parecía haberse olvidado de sus viejos rencores. El INE no aparecía entre sus enemigos favoritos. De pronto, en el último tramo del gobierno, se convirtió en el símbolo del régimen que había que aniquilar. El Presidente quiso, primero, descabezar a la institución. Hacer que su consejo general dejara de ser instancia arbitral para convertirse en un instrumento de la mayoría. Careciendo de los votos para decapitar al INE, se propuso arrancarle el esqueleto. Bajo pretexto de austeridad, el propósito era destruir la estructura profesional, la presencia territorial, la experiencia administrativa que ha ido formando a lo largo de los años.
En el ataque al INE está la evidencia más clara del autoritarismo presidencial. Debilitar instituciones, someterlas, asfixiarlas ha sido la receta de sus pares en todo el mundo. Lo tienen claro millones que defienden una institución que sienten propia. Rechazan la divisa populista de que las instituciones son, inevitablemente, patrimonio de unos contra otros. Son, en realidad, la plataforma que permite la convivencia.
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Después de una década en repliegue, la democracia liberal recuperó terreno en el mundo. Mientras se mostró la torpeza de los autócratas, los sistemas democráticos tuvieron victorias relevantes. Perdieron Bolsonaro y los trumpistas. Vladimir Putin pensaba que en unos cuantos días vería rendido al gobierno ucraniano para recuperar los territorios que reclama como suyos y ha tenido que enfrentar una resistencia que ha sorprendido y conmovido al mundo. Emmanuel Macron es el primer Presidente francés que logra la reelección en dos décadas. Boris Johnson finalmente recibió castigo por sus escándalos e incompetencia. Hoy ocupa su puesto un hombre que se distancia de la estridencia para prometer competencia. Eso es lo que se lleva 2022, decía Janan Ganesh en un artículo del Financial Times publicado en noviembre. Lo que los enemigos del liberalismo democrático han perdido este año es el aura de eficacia. La imagen de que el hombre fuerte que no pierde el tiempo negociando logra lo que quiere y ofrece estabilidad se ha roto. La búsqueda de liderazgos competentes marca el hastío del teatro populista.
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“No necesito un aventón. Necesito armas”. Volodimir Zelensky rechazaba la invitación a huir tras la invasión rusa. El cómico aparecía súbitamente como una figura churchilleana. Un hombre que combate sabiendo qué es lo que defiende. Un político que asume riesgos y da ejemplo. Con aplomo extraordinario, el Presidente de Ucrania encarnó la dignidad y la solvencia de un nacionalismo distinto. Una defensa de su país que no se ancla en la superioridad étnica, en el hermetismo de una cultura, sino en valores democráticos. Un nacionalismo cívico, no étnico. Un patriotismo democrático y liberal.
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Uno de los libros de reflexión política más relevantes del 2022 fue La sociedad del desconocimiento, de Daniel Innerarity. “Nunca el conocimiento había sido tan importante y a la vez tan sospechoso”, dice. Un tiempo de triunfalismo racional y de oscurantismo. Su ensayo es un rechazo de la razón arrogante tanto como de la conspiranoia. En estos tiempos, el rechazo a la demagogia adquiere de pronto visos de autoritarismo científico. Que decidan los que saben, que resuelvan los técnicos que entienden de la complejidad. El filósofo vasco advierte que los políticos no tienen tanto poder como dicen y los científicos saben menos de lo que creemos. Por eso es indispensable el diálogo. La política no es imposición de una verdad, porque ella no se alcanza nunca. Será que la política debe comprenderse como una tecnología de la humildad, como ha sugerido Sheila Jasanoff.
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En octubre José Woldenberg tituló su colaboración en Nexos con una palabra entre signos de interrogación: “¿Dictadura?”. Terminaba con una cita de Mario Stoppino: “El gobierno dictatorial no está frenado por la ley, está por encima de ella y traduce en ley su propia voluntad”.