Es común que los deportistas después de un gran triunfo estallen en lágrimas de alegría, lo cual parece una contradicción porque, al menos en las culturas occidentales solemos asociar las lágrimas con la tristeza, y la alegría con las risas y la euforia; aunque hay gente que de tanto reír no puede contener las lágrimas. (Este tema, por cierto, nos los podría explicar con bases científicas nuestro colega Alberto Kousuke).
Este breve comentario viene al canto porque en los Juegos Olímpicos, ya sea en estos o en otros del pasado, hemos observado, sorprendidos o conmovidos, cómo muchos ganadores de medallas celebran sus triunfos con lágrimas o cómo los derrotados lamentan con lágrimas no haber subido al pódium.
Entre los victoriosos la alegría se manifiesta en su máxima intensidad al cruzar la meta, cuando culmina el partido, cuando les levantan la mano y al momento de recibir la medalla, pero el clímax llega cuando los ganadores de la medalla de oro escuchan el himno de su país. No obstante, esto último sucede mucho menos entre los deportistas de países regularmente ganadores de justas deportivas internacionales, tal y como lo observamos en los deportistas de Estados Unidos o China. ¿Será que la frecuencia del triunfo termina por reducir la intensidad de la emoción?
En los Juegos Olímpicos de París hemos visto abundantes alegrías o tristezas acompañadas de lágrimas, tanto de hombres como de mujeres; pero dos han sido especialmente emotivas: la de Novak Djokovic y la de Marco Verde.
El serbio, uno de los tenistas más grandes de la historia, ganador de infinidad de torneos y de “slams”; es decir, de los cuatro torneos más importantes del mundo: Wimbledon, Forest Hills, Melbourne y Roland Garros, que le han arrojado decenas de millones de euros y dólares a sus bolsillos a lo largo de varios lustros, festejó su triunfo de oro sobre el jugador español Carlos Alcaraz, como ningún otro triunfo en su vida. Nadie había visto a Djokovic llorar en la cancha, a un lado de la red y en cuclillas sobre la arcilla, con su cuerpo entero, sobre todo sus manos, temblando sin control. Superados esos minutos de intensa catarsis, subió a las gradas para abrazarse y besarse con su esposa, hija, padres y hermanos. Sí, porque la Patria, que es un concepto abstracto, en realidad, comienza con la familia y el lugar de nacimiento, al que se le van agregando el idioma, sus símbolos como la bandera y el himno nacional, la cultura vernácula, su historia, y, como vemos, también el deporte.
Desconozco si el Gobierno de Serbia va a recompensar a Djokovic con dinero por haber ganado una medalla olímpica tal y como lo hacen México y otros países con sus medallistas, pero podría apostar a que no le darían ni la décima parte de lo que gana con uno de los grandes slams. (En Wimbledon la bolsa para el ganador este año fue de 2.7 millones de euros).
Djokovic nunca había ganado la medalla de oro en unos Juegos Olímpicos, pero la quería obtener para su país. No la quería ganar para él sino por Serbia. Él siempre ha jugado por el placer del juego y del dinero. En París lo hizo por su Patria y la medalla de oro lo llevó a un éxtasis que ningún triunfo previo le había concedido. El símbolo de la Patria le generó una emoción más intensa que ganar más de 60 millones de pesos en Wimbledon. El sentimiento nacional todavía existe.
Marco Verde es otro ejemplo de emociones patrióticas máximas, pero este es nuestro; es decir, es el que más sacude nuestro ser localista. Con los reportajes que ha publicado Noroeste acerca de los familiares, vecinos y el barrio de Marco comprobamos que ellos ven en él a su máximo orgullo, a su ejemplo de superación, esfuerzo y talento. Para familiares, amigos y vecinos “El Green” es un símbolo de la familia, del barrio bravo de la Montuosa y de Mazatlán, antes que nada. En el conjunto de nuestro estado Marco es el ejemplo del sinaloense triunfador, pero en el resto del País, Marco Verde es un digno y triunfador representante de todo México. Es un símbolo de México. Un símbolo patriótico, así sea temporal, del nacionalismo mexicano. Y, es así, porque el deporte es uno de los reductos del nacionalismo.
Marco, al igual que Djokovic, al triunfar en su primer encuentro se estremeció y se desbordó en lágrimas, porque nada supera en el deporte a una victoria olímpica. Pensó en su familia, en los inconmensurables esfuerzos personales y familiares para lograrlo, porque, repetimos, la Patria empieza con la familia y el solar íntimo; pero, poco después, con las entrevistas y las felicitaciones de mucha gente, incluyendo las del Presidente López Obrador y Claudia Sheinbaum, recordó que él representaba mucho más: a México.
No pudo ganar la medalla de oro, pero fue el único deportista mexicano que, al final, despertó las esperanzas de ganarla. Poco antes de la pelea por el oro o la plata en un chat de amigos escribió el matemático y estimado amigo Homero Lavín: “A partir de las doce y media se paraliza Mazatlán, expectante, fija su mirada en París, quiere ver brillar su Rayo Verde”. Yo diría que no tan sólo Mazatlán, sino que millones de mexicanos estaban expectantes de que, a través de Marco, pudieran henchir su pecho de orgullo nacional. En realidad, lo hizo con la presea de plata y la buena pelea que dio por el título. Pero en esta ocasión las lágrimas parecieron una mezcla de satisfacción y tristeza.
Aún sin el oro, le agradecemos a Marco Verde que nos haya producido grandes emociones y el gusto de saber que hay muchachos que se esfuerzan al máximo y con limpieza en búsqueda de un lugar que muy pocos logran.
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