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Aportación de Eduardo “Lalo” Ordóñez
“Estaban de moda los pantalones Topeka y Edoardos para la clase media, las prendas de mezclilla Ray Tom para la mayoría y Levi’s para algunos cuántos.
Las camisas eran Arrow y Manchester, “Hasta que usé una Manchester me sentí a gusto”, rezaba la publicidad en televisión en anuncios protagonizados por Mauricio Garcés, que era el galán de moda. Los ejecutivos se vestían en Roberts y High Life, con casimires de pura lana Santiago.
Los zapatos formales eran de Domit, Florsheim o El Borceguí, aunque también tenían demanda los Bostonianos de Canadá y para los jóvenes estaban las líneas económicas de Hush Puppies y Flexi Arc o Blasito, Sandak y ya de perdida El Taconazo Popis. Los tenis eran Panam o Superfaro, aunque llegaban algunos pares de Converse de las fronteras o los traían los pocos mexicanos que iban de vacaciones a Estados Unidos.
En 1969, se daban los últimos toques a Suburbia, el almacén de ropa de la cadena Aurrerá, que abriría sus puertas el año siguiente para competir con París, Londres (que terminó vendiendo sus tiendas a Suburbia en los 80).
Los autos de moda para los pudientes eran Mustang y Galaxie, de Ford; Impala, de General Motors; Mónaco y Barracuda, de Chrysler (en aquel entonces Automex); y Javelin y Classic, de American Motors.
La clase media compraba Falcon, de Ford; Rambler American, de American Motors; Opel Fiera, de General Motors (el sucesor del Opel Olímpico, en 1969); y los jóvenes Renault y Volkswagen.
Las clases populares no tenían coche, y cuando lo tenían, eran grandes carcachas para los fines de semana o para salir a Acapulco o Veracruz en Semana Santa.
Las lociones masculinas del momento eran Aramís, Paco Rabanne, English Leather y Brut, aunque la gente mayor se mantenía fiel a Jockey Club, Yardley y Old Spice; los de la tercera edad preferían Agua de Colonia Sanborns.
Las navajas para afeitar eran Gillette, el fijapelo Polans y la brillantina Wildroot.
Todo el mundo fumaba, en los camiones, los hospitales y el vestíbulo de los cines. Los pudientes preferían Raleigh o Winston; las clases medias Baronet, Del Prado o Fiesta; los pobres, Delicados, Carmencitas o Faros.
Los niños ricos recibían $5 pesos de domingo, lo que les alcanzaba para un globo, algún juguete, un algodón de azúcar a la salida de misa y varias golosinas en la tienda. Los de clase media tenían $1 o $2 pesos, suficientes para comprar algo a la salida de la iglesia o de la escuela y algunas golosinas en la tienda, donde había desde dulces de a dos por $0.05 pesos, hasta chocolates Carlos V de $0.50 o Gansitos Marinela de $0.80 pesos. La Coca-Cola chica costaba 35 centavos y la mediana, 45.
Las bicicletas eran Windsor, los triciclos y cochecitos de pedales Apache, los yoyos Duncan y los juguetes Lilí (para niñas), Ledy (para niños), Plastimarx (principalmente para niños) y Mialegría (para pequeños con aficiones científicas). La juguetería de mayor prestigio era Ara.
Los televisores eran Philco, Phillips, Telefunken y Majestic; los radios Majestic; las consolas de sonido Stromberg Carlson, Philco o Philips.
Las tiendas departamentales de moda eran las mismas de ahora: Liverpool, El Palacio de Hierro y Sears.
El fútbol se veía en el Estadio Azteca y en el flamante estadio Olímpico de Ciudad Universitaria. El béisbol en el parque del Seguro Social (ahora la plaza comercial Delta).
Los chavos asistían al Queso Pan y Vino o al C’est si Bon. Los tacos eran de El Tizoncito, El Farolito o El Caminero (ubicado a espaldas del Hotel María Isabel). Las flautas, de Los Cocoteros, en San Cosme. En esa zona estaban (y siguen estando) La Birria de La Polar, los mariscos de Boca del Río. El Anderson’s, que había abierto el año anterior en pleno Paseo de la Reforma, estaba de moda. Se tomaba la copa en el Kineret, de la Zona Rosa. El café (por menos de $3 pesos todas las tazas que uno deseara), en Sanborns, Denny’s y Vip’s”.