No está fácil...

    El recuerdo me parece oportuno ante el azote de violencia que estamos viviendo y cuya conclusión ya bien parece que saldrá de un milagro, pues por el lado de las autoridades o de los propios bandos en conflicto, no se ve que, a corto plazo, nos den la oportunidad de que recuperemos la frágil paz que estábamos viviendo.

    El 3 de noviembre de cada año, la comunidad católica, celebra, entre otros santos y beatos, el natalicio de San Martín de Porres, quien llevaba como nombre de pila Juan Marín de Porres Velázquez, y quien en vida fuera un sacerdote peruano. A partir de su canonización, en el año 1962, dadas sus prédicas de unión entre todos, el Papa Juan XXIII lo denominó como Patrono de la justicia y de la paz universal.

    Cabe agregar que popularmente, este bienaventurado ministro religioso, es conocido como el Santo de la Escoba, en virtud de que, dentro de su convento, servía como conserje y portero del mismo y en no pocas ocasiones, auxiliaba a los enfermos con sus conocimientos de medicina natural.

    El recuerdo me parece oportuno ante el azote de violencia que estamos viviendo y cuya conclusión ya bien parece que saldrá de un milagro, pues por el lado de las autoridades o de los propios bandos en conflicto, no se ve que, a corto plazo, nos den la oportunidad de que recuperemos la frágil paz que estábamos viviendo.

    De modo que ya lo saben, en el ruego y en la oración al popular santo limeño, tal vez encontremos una posibilidad de que se nos haga el milagro de salir de esta pesadilla; por ello, va pues, una sentida invocación: “¡San Martín, ruega por nosotros!”.

    En estos últimos días ha surgido el planteamiento de que en el trabajo de recuperar la tranquilidad social la sociedad tiene, o tenemos, la obligación de aportar nuestro granito de arena y hay razón en ello. Como parte de un colectivo desmadejado y sin futuro promisorio al frente, especialmente para nuestros descendientes, indudablemente, tenemos el deber de contribuir en su restitución y tal colaboración, en un primer tramo implica un esfuerzo personal con un cambio de actitud ante nosotros y ante los demás; convertirnos en formadores de una ciudadanía responsable, empezando por nuestro núcleo familiar; tomar el papel de impulsores de la armonía social, respetando las normas básicas de convivencia colectiva y actuar solidariamente ante la desgracia o dolor ajeno, y en ocasión oportuna, retirarnos de gente presuntamente enredada en actividades ilícitas.

    Todo ello está, vamos a decirlo así, dentro de nuestra cancha, sin riesgo alguno y teniendo en reciprocidad la satisfacción del deber cumplido, pero también hay otro tema que forma parte del ser socialmente responsable, el cual, al realizar su cumplimiento, implica riesgos que, en el extremo, se convierten en amenaza para nuestra integridad.

    Me refiero a la denuncia de infractores de las reglas de convivencia o de actos delictivos graves, teniendo como receptores de la misma a autoridades de todos los niveles, que no la piensan dos veces para revelar los datos del denunciante, ya que son infieles con el ciudadano y mayoritariamente comprometidas con los generadores de violencia, en cualquiera de sus grados, y justamente esta circunstancia es la que nos ha llevado a convertirnos en testigos de palo ante cualquier irregularidad que rompa con la armonía comunitaria, y en su caso, en cómplices mudos ante hechos de alto impacto.

    No está fácil la cosa, pero en la medida de lo posible, y más allá de la irresponsabilidad, la corrupción y la infidelidad oficial, tenemos que aportar nuestro esfuerzo para aspirar, con los pies bien puestos en la tierra, a vivir en un ambiente de paz. ¡Buen día!