El proceso electoral que vivimos en México y que culminó con las elecciones del pasado 2 de junio fue histórico: contendieron dos mujeres por la presidencia, Xóchitl Gálvez y Claudia Sheinbaum. Hubo un tercer candidato, Jorge Máynez, pero la competencia real fue entre las dos primeras.
La contienda en sí marcó un avance simbólico en este país y en la región poniendo a dos mujeres frente a frente, hecho que ni en América del Norte se ha dado y en América del Sur se ha registrado con mujeres ganando la presidencia en países como en Argentina, Brasil, Chile, por mencionar algunos. En México no había sucedido que dos mujeres contendieran simultáneamente y tenemos hoy, por vez primera, a una mujer como candidata electa.
En el país del machismo y de 11 feminicidios diarios esto es un gran avance simbólico; avance que, hay que enfatizar con todas sus letras, es resultado de la lucha feminista y del compromiso de miles de mujeres que han impulsado a golpe de sudor, sangre y de sus vidas la participación y presencia de las mujeres en este país a lo largo de la historia y que el siglo pasado y este construyeron un andamiaje institucional, legal y narrativo que posibilitó esta realidad.
NO, repito, NO es el logro de una mujer ni de un partido ni de un solo hombre. Es el logro de las mujeres que han luchado por la democracia, por la inclusión y participación del 51 por ciento de la población en ella.
Habiendo dicho esto, es necesario observar con lentes violetas y con una mirada crítica el resultado, la agenda y los desafíos que se tienen por delante. Indudablemente, el hecho de que una mujer haya llegado a la presidencia es un paso importantísimo en términos de visibilidad y representación, pero no garantiza un liderazgo comprometido con la igualdad de género y la democracia.
Es esencial entender que la verdadera victoria para el feminismo y la democracia no reside sólo en tener a una mujer en el poder. La gran interrogante es ¿llega al poder una mujer comprometida con la democracia, la transparencia, la rendición de cuentas, la igualdad de género y los feminismos? Si nos atenemos a las decisiones y omisiones que la candidata electa tuvo como jefa de Gobierno de la Ciudad de México, quedan muchos puntos suspensivos por delante. La historia reciente da cuenta del baño del gas lacrimógeno contra las mujeres que marchamos el 8 de marzo del 2020 y, en años posteriores, el silencio -que no se de qué otra manera llamarla que no sea cómplice- ante el embate que su jefe tuvo contra las feministas, las críticas que les hizo, ante el uso del Anexo 13 del PEF para los programas clientelares del Gobierno, ante el recorte del presupuesto al Inmujeres, ante el intento por dejar de apoyar a los refugios contra mujeres víctimas de violencia, ante la propuesta por desaparecer el feminicidio del Código Penal, ante la minimización de las llamadas de auxilio de las mujeres víctimas de violencia doméstica durante la pandemia, ante “los otros datos” que su jefe siempre usó para negar la realidad de las mujeres en este país, esa realidad que las mata, invisibiliza y desaparece. Durante su campaña la agenda de las mujeres y la igualdad de género brilló por su ausencia. Se mencionó cuando fue estrictamente necesario, pero el compromiso real no se observó.
Los silencios también gritan.
Sin duda va a vivir lo que vivimos todas las mujeres en el espacio público: una crítica doble por ser mujer y jefa de Estado y de Gobierno cuando esto sea. La lupa bajo la que será observada por la sociedad será mayor, sin duda, pero también será mayor desde la trinchera feminista.
Una presidencia cuya titular no esté comprometida con los derechos de las mujeres y la igualdad de género no puede ser una Presidencia incluyente y el resultado de sus decisiones no garantiza el avance de un país democrático. No hay que confundir tener cuerpo de mujer con compromiso de género: el compromiso se nota en políticas públicas acordes, con presupuestos suficientes y con decisiones que reflejen esa convicción. No hay que confundir una representación vacía con un avance democrático y a favor de la igualdad.
Ese pacto político entre mujeres, llamado sororidad y definido por Marcela Lagarde, se ha construido entre muchas mujeres en este País. Está por verse si la próxima presidenta sabrá conjugarla. La sororidad también implica una alianza crítica y constructiva y no una aceptación ciega.
Para finalizar diría que hay que reconocer el avance simbólico que implicó esta contienda electoral, pero también es hora de exigir rendición de cuentas y compromiso real y tangible con la democracia, la libertad, la transparencia, los feminismos y la igualdad.
Lo último que queremos es un México en el que el progreso simbólico y el retroceso democrático vayan de la mano.