México en el Día Mundial del Agua

    Yo no era claustrofóbico hasta el año 2001, cuando tenía 53 años. Bueno, no era claustrofóbico o quizá lo era un poquito, pero no me daba cuenta.

    Fue un logro que hace 10 años el acceso al agua potable y al saneamiento fueran reconocidos como un derecho humano en la Constitución federal. Sin embargo, en la Ley de Aguas Nacionales vigente no se hace referencia al agua como un derecho fundamental o como un bien común, sino que la señala como un recurso o mercancía, lo cual se traduce en un notorio impedimento para garantizar que todas las personas cuenten con condiciones adecuadas de acceso al agua, saneamiento, salud, bienestar y por supuesto, de dignidad.

    Durante muchos años la conversación del agua ha estado dominada por la perspectiva técnico-ingenieril. Se nos hizo creer que todo se trataba de tuberías y que el problema se podía resolver perforando pozos, instalando centrales de bombeo y construyendo grandes obras de infraestructura como los trasvases que han terminado por despojar del agua a territorios completos para llevarla a otras cuencas.

    El caso del Valle de México es un referente a nivel mundial que demuestra el absurdo que representan los trasvases como el Lerma-Cutzamala, usado para llevar agua a la Ciudad de México a costos sumamente elevados en términos económicos y energéticos, pues bombear millones de litros desde una distancia de más de 100 kilómetros y a una altura superior a los mil metros, requiere de la misma cantidad de energía -sucia, por cierto- que usa toda la ciudad de Puebla, lo cual se traduce en emisiones de gases de efecto invernadero que agravan la emergencia climática que enfrentamos.

    Para depender menos de fuentes externas se requiere integrar la perspectiva del cambio climático y medio ambiente en los planes y estrategias de los tres niveles de gobierno en la gestión del agua. Las condiciones de un clima cada vez menos predecible, de fenómenos hidrometeorológicos extremos más frecuentes como tormentas o sequías catastróficas, definitivamente son un factor que repercute en el ciclo del agua y en última instancia en la posibilidad de recargar los mantos freáticos de los que depende el abastecimiento de las personas.

    En las ciudades, la integración de la política climática-ambiental con la de la gestión del agua implica también definir límites al crecimiento urbano a través de instrumentos precisos de ordenamiento territorial, especialmente para lograr la conservación de zonas de valor ambiental que son estratégicas para facilitar el ciclo del agua y la dinámica de los ecosistemas, como zonas boscosas y de humedales. En este sentido, es vital poner un alto a la voraz e incontrolada especulación inmobiliaria, la cual ha propiciado una reducción de las superficies de infiltración de lluvia al subsuelo.

    Por su parte, la pésima calidad del agua para consumo humano y un control deficiente de las concesiones de aprovechamiento de aguas nacionales nos han llevado a convertirnos en el país paradigma del agua embotellada. El beneficio económico de esta relación de producción y consumo se ha concentrado en unas cuántas industrias. Ya son muchos los casos documentados que prueban un abuso que esas empresas hacen de los títulos de concesión que les otorga el Gobierno federal, en los que el volumen de aguas extraído es mayor al concesionado, propiciando un acaparamiento del agua que provoca daños a ecosistemas y a los derechos humanos de las personas. Véase como ejemplo el reciente caso de la planta de Bonafont en Santa María Zacatepec, Puebla. Al 2018 se habían reportado 906 conflictos sociales en el país derivados de disputas por el agua potable, a lo cual se suma el alto precio que se debe pagar para consumir agua saludable en un país en donde más de la mitad de la población vive en condiciones de pobreza.

    Greenpeace ha sostenido un trabajo en conjunto con otras organizaciones con las que conforma el Colectivo Agua-Clima. En el Valle de México se ha buscado fortalecer la gestión equitativa, integral y sostenible del agua mediante la protección a largo plazo de los ecosistemas, buscando que a la planeación urbana se integren aspectos fundamentales como la educación socioambiental, la captura de agua de lluvia, la conservación de zonas de valor ambiental, el tratamiento de aguas residuales, entre otros.

    A nivel nacional, en este contexto, el Congreso de la Unión tiene una deuda con los mexicanos y mexicanas desde hace 10 años para expedir una nueva Ley General de Aguas que cuente con perspectiva de derechos humanos y de protección ecosistémica, que establezca que el agua no es un bien sujeto a la comercialización, sino un bien de dominio público, y en donde se señale expresamente que su uso y aprovechamiento no otorga derechos de propiedad a los particulares, aspectos indispensables para encaminarnos hacia la justicia social.

    El autor es Carlos Samayoa, coordinador de Ciudades Sustentables en Greenpeace México