El doctor Hugo López-Gatell anunció que este viernes (hace tres días, para quienes leen esto) sería la última de sus conferencias de prensa. Ignoro las razones que impulsan esa decisión, pero entiendo por qué muchos ya se han expresado en torno a la nostalgia que sienten por la ausencia de ese ritual vespertino.
Confieso que, al principio de la pandemia, escuché varias de las conferencias. Mi primera impresión fue que era un sujeto preparado con grandes cualidades retóricas. También, que era bueno explicando conceptos que, comúnmente, se alejan de la comprensión de los legos. Fue, sin embargo, esa capacidad retórica la que primero me provocó un alejamiento. Como muchos políticos, se volvió un especialista a la hora de ocultar respuestas. Se le preguntaba una cosa y daba un enorme rodeo para contestar otra. Da igual si lo hacía con un gran desplegado de recursos formales, si sonaba convincente o preparado. No era literatura lo que hacía. De un científico se esperan respuestas claras y contundentes.
Mi alejamiento se volvió indignación con las constantes negativas y pretextos que adujo a la hora de no promover el uso masivo del cubrebocas. Creo entender que fue por cálculos políticos u órdenes superiores. Da igual. Es muy probable que esa postura haya provocado muchos más muertos de los que habría habido en el escenario opuesto. Menciono como probable algo que instituciones acreditadas y científicas han señalado. Sabemos bien que ni “la fuerza moral” ni los detentes ni los mejores deseos funcionan mejor que los barbijos bien puestos.
Tuve sospechas, como muchos, respecto a esa intención muy incipiente acerca de la inmunidad de rebaño propiciada por un contagio generalizado. Algo en lo que no ahondaré pues no hay pruebas, pero eso no quita el regusto amargo.
Tras esa larga primera etapa de conferencias (en las que incluso se renegó de algunas vacunas y se exaltaron otras que aún no cumplían con los procedimientos necesarios para su aprobación), el desgaste comenzó a percibirse. Se sumaron un par de escándalos: el doctor en la playa, sin cubrebocas; el doctor paseando en la Condesa, sin cubrebocas, mientras aún se recuperaba de su propia enfermedad. El discurso estaba tan desgastado que él mismo comenzó a responder con mayor retórica a los cuestionamientos. La diferencia, quizá, es que se comenzaba a notar exasperado.
El inicio de la vacunación le significó un gran respiro. La esperanza se había instalado en el país entero. El asunto incómodo es que, aunque él la anunciaba con bombo y platillo junto con el resto de los datos, parecía ser otro el encargado de la recepción y distribución de la misma. Así que López-Gatell se quedó como esa suerte de escudo informativo que conseguía desviar los dardos envenenados que parecían ser las preguntas de los periodistas.
A estas alturas, las gráficas que se presentaban ya no estaban completas. Así, era fácil concluir que en mayo se estaba mejor que en enero o febrero de este año, pero se requería un mayor esfuerzo para contrastar los números con los de la pandemia entera, desde febrero de 2020. En otras palabras, se presentaba lo que convenía.
Sé que hay muchos defensores de su labor. Quizá tengan más argumentos que yo. Los míos son demasiado subjetivos y se basan en las capacidades comunicativas del doctor. Me queda, sin embargo, un sólo argumento objetivo con dos vertientes: alrededor de 230 mil muertos, según la cifra oficial; alrededor de 600 mil, según los estimados.
Si López-Gatell sólo comunicaba o si era responsable de las decisiones que llevaron a estas cifras es algo que ignoro. Me parece que estaba en medio de las dos posibilidades. Cientos de miles de muertos después, no hay cómo pueda yo considerar que hizo bien su trabajo. Y quizá yo sea injusto, pues de haberse tomado otras decisiones bien podría ser más abultado el número aunque lo dudo. Y eso también se hubiera podido explicar sin retórica, sin engaños, sin pretender que sus palabras eran la verdad. Insisto, son demasiados muertos, demasiado dolor a cuestas.