En las elecciones del día de ayer se manifiestan la propensión hegemónica del nuevo régimen y también la fuerza de las resistencias. En los estados donde el viejo partido oficial ejerció históricamente un mayor control vimos simplemente una mudanza de lealtades

    La pregunta de nuestro tiempo es si la mayoría se transformará en hegemonía. Morena se ha convertido en el mayor partido de México. De eso no cabe la menor duda. Su crecimiento ha sido extraordinario. Nacido apenas hace unos años, ocupa la Presidencia y controla el Congreso. No tiene capacidad de modificar por sí mismo la Constitución, pero coloca sus piezas en todos los espacios de la vida pública. No es claro todavía el resultado de la elección de ayer, pero el guinda se extiende en el mapa. El partido del Presidente tiene hoy una ancha plataforma territorial y, sobre todo, una imagen pública que le da una clara ventaja sobre sus competidores. Morena es visto como un partido cercano a la gente, mientras los partidos tradicionales son percibidos como organizaciones distantes, corruptas y dañinas.

    Pero una cosa es ser mayoría y algo distinto es convertirse en fuerza hegemónica. Entiendo aquí por hegemonía a un predominio político que cancela la competencia. En esa clave lo entendió el politólogo italiano Giovanni Sartori al identificar la peculiaridad del régimen priista en su época dorada. Se alejaba de la dimensión cultural que resaltaba Gramsci para subrayar la ausencia de democracia en el espacio electoral.

    El estudioso de los partidos veía en el caso mexicano una dinámica extraña. Un sistema que no embonaba del todo con las categorías tradicionales. Aquí las elecciones se celebraban regularmente, competían siempre distintos partidos, pero siempre ganaba el mismo. Había, en efecto, un multipartidismo, pero era un multipartidismo distorsionado. Un partido tenía tal cantidad de ventajas económicas e institucionales que anulaba la posibilidad misma de su derrota. El partido hegemónico contaba con todo el apoyo del Estado, controlaba los órganos electorales, dominaba los espacios de la prensa, tenía de su lado a los sindicatos y a la gran empresa. Había otros partidos que hacían campaña y presentaban candidatos, pero no tenían ninguna probabilidad de ganar. En las elecciones no había, pues, incertidumbre alguna. Se trataba, en suma, de un sistema no democrático de partidos.

    La popularidad de un personaje no basta para fundar hegemonía. No es suficiente una elección para consolidarla. En las elecciones del día de ayer se manifiestan la propensión hegemónica del nuevo régimen y también la fuerza de las resistencias. En los estados donde el viejo partido oficial ejerció históricamente un mayor control vimos simplemente una mudanza de lealtades. Las estructuras del viejo partido hegemónico se mantuvieron intactas para ponerse al servicio del nuevo orden. Hidalgo y Oaxaca son expresiones claras de que Morena pretende ser la cuarta transformación del PRI. Del PNR de los muchos caudillos, al PRM de las corporaciones, al PRI del Presidente, a Morena del caudillo único.

    Escribo con un cuadro borroso de la elección de ayer. Las oposiciones parecen haber conseguido dos estados. Seguramente veremos que algunos procesos terminarán resolviéndose en tribunales. El primer dato de la elección es el avance del nuevo partido oficial. No creo impropio el adjetivo “oficial” cuando el gabinete hace abiertamente campaña por un partido, cuando se amenaza con el retiro de programas sociales a quien no vote por el partido del Presidente. En todo caso, el avance de Morena es extraordinario. Hace cinco años no tenía un solo gobierno local. A partir de la elección de ayer tendrá veinte. También es cierto que la jornada no fue el día de campo que imaginaban los voceros del régimen. Con enorme soberbia presumían que ganarían todo. 6 de 6, repetían. La elección muestra que, a pesar del avance del guinda, hay otros colores en el país. El futuro está abierto.

    La conquista de la hegemonía es la transformación de una victoria electoral en una ventaja institucional irremontable. Por eso no se define solamente en las urnas sino también en las plazas del arbitraje institucional. De ahí que haya que regresar a lo básico: el baluarte institucional. La reforma electoral del Presidente estará muerta, pero no su ambición de someter al INE o de colonizarlo. Ahí también se juega la batalla contra la hegemonía.