Los avances de la tecnología nos han acercado a los lejanos y distanciado de los cercanos. Es decir, nos encontramos más conectados por internet, pero más desconectados de la vida real.
No es que la tecnología sea mala o negativa; el problema está en la forma en que la utilizamos y el abuso que hacemos de ella en detrimento de la convivencia real y personal.
Los progresos de la ciencia y la tecnología deben estar al servicio y desarrollo del ser humano, pero cuando no se usan adecuadamente, y con tiempos y límites precisos, pueden orillar a la pérdida de la proximidad y del entorno.
En efecto, actualmente, la unión con los vecinos, barrio, colonia, ciudad y país se ha difuminado; ahora se naufraga en la indeterminación de lo lejano e inmaterial. Haciendo una paráfrasis, podríamos utilizar como referencia una canción antigua, que decía: “Por vivir en quinto patio desprecian mis besos; un cariño verdadero, sin mentiras ni maldad”. Hoy, por vivir en un mundo globalizado, despreciamos el afecto real, y no sólo virtual, que podemos recibir en interacción y convivencia con los demás.
Los seres humanos están cada vez más conectados, pero, paradójicamente, también permanecen más aislados. Es cierto que se tienen más amigos virtuales, se cuentan por millares; pero nunca van a poder sustituir la sustancial retroalimentación de los amigos reales.
Resulta ilógico, pero los seres humanos ansían satisfacer su esencial y constitutiva comunicación, acudiendo al fantasma virtual que solamente puede estimular a través de la pantalla y los hace permanecer con la cabeza agachada. En efecto, caminan como autómatas y son incapaces de alzar la vista del móvil para percibir la esplendorosa epifanía del rostro y el diáfano éxtasis de la mirada.
¿Vivo aislado?