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Enrique Dussel abre su libro “Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión”, con una sentencia por demás provocadora: “la globalización es un fenómeno paradójico: está presente en todo el mundo y, a la vez, excluye a la mayoría”. Las manifestaciones y protestas ciudadanas registradas este mes en, prácticamente, todos los continentes, son un reflejo claro del acertado juicio de Dussel. A nuestras sociedades les punzan tantas cosas asociadas a la globalización, que ahora les resulta imposible sobrellevar el dolor. Van unos cuantos ejemplos.
En Bolivia, Evo Morales declaró estado de emergencia “para defender la constitucionalidad” del Estado, debido al aumento e intensidad de las manifestaciones que exigen revertir el fraude electoral. En las calles de la capital, mientras una buena parte de la sociedad exige respetar y hacer valer el voto, el gobierno responde haciendo uso ¿legítimo? de la fuerza. Al momento suman más de 50 los heridos y la tensión continúa acidificando los ánimos y el aire.
En Ecuador, los efectos sociales derivados del plan nacional de austeridad (reflejados en un incremento de más del 120 por ciento al precio de los combustibles, una mayor tasa impositiva y, entre otros, algunos recortes salariales), generaron una crispación tal, que el Presidente Lenín Moreno echó al ejército a las calles para frenar la ira de miles y miles de indígenas que exigían al gobierno un cambio inmediato de rumbo en su política económica. Al momento, hay un saldo de alrededor de diez muertos, cientos de detenidos y casi 40 heridos.
La situación en Chile, sin duda más intensa y generalizada que las vividas en Bolivia y Ecuador, se deriva de causas similares a las reivindicadas por los ciudadanos de dichos países. El alza de 30 pesos al precio del pasaje en metro fue la chispa que hizo estallar la ira de los estudiantes, la cual en un abrir y cerrar de ojos se convirtió en una incontrolable ola de violencia que provocó que algunas áreas de la ciudad de Santiago se convirtieran en sucursales del infierno. Ni el supuesto sentido perdón y los varios llamados a la paz por parte de Sebastián Piñera lograron evitar el saldo de 20 muertos y cientos y cientos de heridos.
Y mientras algunas calles latinoamericanas ardían, Cataluña sufría los efectos de un dictamen judicial que dejaría en prisión a los líderes (apresados en 2017) del movimiento independentista catalán. Hoy, “TsunamiD”, estudiantes y sindicalistas exigen y pelean con uñas, dientes, palos, piedras y bombas molotov, la liberación inmediata de sus presos políticos. El saldo al momento es de más de 350 heridos y más de 100 manifestantes detenidos.
En Hong Kong, después de más cuatro meses de protestas en las calles para instaurar la democracia, el Presidente Xi Jinping aseguró que habrá “cuerpos aplastados y huesos rotos” si continúa el afán por dividir al país. Al momento solo hay un herido por bala (considerando que la información en China no fluye) y muchos cócteles molotov lanzados contra los policías que continúan intentando detener a los jóvenes manifestantes.
En Irak las cosas son mucho peores, en términos del saldo de vidas humanas. Al momento hay más de 160 muertos y seis mil heridos que habían salido a las calles a denunciar la imposibilidad de acceder a los derechos sociales más básicos y denunciar la enorme corrupción que corroe las cúpulas gubernamentales.
En principio, parece evidente que el común denominador de la causa que detonó el malestar social y empujó a los ciudadanos a las calles radica en los excesos y fallas de un modelo económico que, por su diseño, ha condenado a la privación masiva de derechos sociales como la educación, la salud, la vivienda y el acceso al empleo digno. Sin embargo, más que una causa efectiva, dicha negación resulta ser el efecto de algo más profundo: una maldad humana tan corrosiva, penetrante y extendida que se ha vuelto, como dicen Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, en una “maldad líquida”. Me explico.
Tal como he venido comentando en otras ocasiones algunos de nuestros males sociales son injustos, no solo por el mal efectivo que generan en nuestra vida concreta, sino por el hecho de que dicho mal es evitable. Si no se debe a la falta de recursos económicos, técnicos o humanos que buena parte de la sociedad acuda a la escuela, sea atendida por un médico o tenga un techo digno donde vivir, ¿por qué tanto políticos como ciudadanos permitimos que haya personas que, día a día, despierten sin llevarse algo a la boca, duerman en la calle o mueran por enfermedades ridículamente prevenibles y curables? La causa a este hecho, como indica Leonidas Donskis, reside en el mal que irriga el corazón de muchos de nosotros, “compañero permanente e inalienable de la condición humana, tanto en sus formas como en sus modos de funcionamiento”.
El mal líquido, continúa nuestro autor, “a diferencia de lo que podríamos denominar el ‘mal sólido [...] adopta la apariencia de la bondad y del amor. Más aún: se exhibe como una aceleración vital aparentemente neutral e imparcial que hace que la vida y el cambio social adquieran una velocidad inaudita, con las correspondientes pérdida de memoria y amnesia social que ello conlleva. Además, el mal líquido se mueve entre nosotros disfrazado de una presunta ausencia (e incluso imposibilidad) de alternativas”. Pensemos en un ejemplo para tener más clara la manera en que la maldad se habría colado a nuestras vidas, tal como lo plantean Bauman y Donskis: hacer la compra en línea de nuestra despensa.
Visto sin mayor afán analítico, no hay nada de reprochable en el hecho de comprar nuestra despensa en línea, ya que tal acto, tras el manto de la bondad y el amor a la humanidad, nos posiciona frente a beneficios muy concretos: comprar a un precio más bajo, sanear nuestra economía personal e, incluso, darnos la posibilidad de no contaminar el medio ambiente haciendo un uso más restringido de nuestro auto. Asimismo, podríamos decir que el arribo del internet de las cosas resulta ser una etapa irreversible en nuestro futuro inmediato y, por tanto, si el día de mañana no habrá mejor alternativa que comprar en línea, qué más da que comencemos a hacerlo desde ahora.
Sin embargo, como nos recuerdan nuestros autores, el mal, al dejar de ser algo obvio o evidente, como resultan ser “la opresión política de baja intensidad y la violación de los derechos humanos, así como los conflictos militares de baja intensidad”, nos lleva a relacionarnos en una sociedad que se mueve bajo una lógica “determinista, pesimista fatalista, cargada de miedo y pánico que tiende a tener todavía en alta estima sus consagradas, aunque ya anticuadas y engañosas credenciales democrático-liberales. La ausencia de sueños, alternativas y utopías es justamente [...] un aspecto significativo del carácter líquido del mal. [...] Como hacen otros líquidos, este mal empapa las barreras a su paso, las humedece, va calando en ellas y, muy a menudo, las erosiona y las disuelve, absorbiendo esa solución en su propia sustancia para agrandarse y potenciarse más a sí mismo”.
Mal cuento cuando en una sociedad, a punta de maldad, “la realidad” termina por sepultar la imaginación, porque ello anula cualquier posibilidad de alcanzar en común algún acuerdo moral o, incluso, pensar en la utopía.