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    No queremos ni pensarlo, pero la transmisión pacífica del poder político está en riesgo. Si no teniendo el aparato del Estado a su disposición, López Obrador puso en vilo el resultado de las elecciones en 2006, qué no podrá hacer desde la Presidencia para volver a intentarlo si perdiera la elección. Sobre todo si el margen de diferencia en favor de la Oposición es reducido, cosa que puede suceder en un escenario en el que probablemente haya solo dos candidatas, o dos candidatas y uno testimonial.

    Resulta increíble pensar que en el 2024, después de más de 25 años de tener elecciones regidas, mal que bien, por los principios de neutralidad, equidad, certidumbre e imparcialidad, estemos hoy discutiendo si las elecciones se apegarán a estos conceptos.

    Son dos interrogantes las principales en este 2024. De la respuesta que le den las autoridades gubernamentales, las electorales y los ciudadanos, dependerá el futuro de la democracia en México.

    La primera es si la campaña de la candidata oficialista se desarrollará conforme a la legislación electoral. Sabemos la respuesta: no.

    Paradójicamente, el Presidente López Obrador se encuentra entre los que creemos que la elección no está decidida. Sabe que pese a que su candidata es hasta el momento la favorita, la coalición opositora y su candidata, Xóchitl Gálvez, pueden ganar la elección, evitar la mayoría en el Congreso y alterar la geografía política con las nueve elecciones a Gobernador.

    De qué otra manera, si no, se puede explicar su descarada intromisión en las elecciones.

    Las reglas han sido violadas desde antes que comenzaran las campañas y no hay nada que haga pensar que esta actitud será corregida. Después de su malograda reforma electoral, el Presidente seguirá interfiriendo en la composición y el funcionamiento de las autoridades electorales y utilizando recursos públicos para inclinar la balanza en favor de su candidata.

    Las autoridades electorales han sido debilitadas deliberadamente a través de nombramientos de dudosa imparcialidad, de la negativa a completar en año electoral al pleno del Tribunal y de inmiscuirse en su vida interna forzando la renuncia de su presidente. Y el Presidente ha decidido hacer a un lado la prohibición de influir en la competencia tanto por la vía del uso de recursos públicos como por la vía de la propaganda electoral.

    La segunda interrogante, aunque desgraciadamente poco pese en el voto del ciudadano, es la del destino de la democracia. Es una lástima que la democracia como promesa, como valor o como necesidad no venda. No toca las emociones del ciudadano y no moviliza el voto. Defender la democracia no es una narrativa ganadora. En lo que no suele repararse es en que la democracia no importa hasta que desaparece.

    No hay en el ciudadano conciencia de su importancia. Según todas las encuestas, las principales preocupaciones de los y las mexicanas son la violencia e inseguridad seguidas de la corrupción y la situación económica. La supervivencia de la democracia no está entre sus inquietudes.

    No hay tampoco conciencia de que la democracia ha sufrido grandes retrocesos y de que, entre muchas, una de las mayores mentiras del Presidente ha sido que el Ejecutivo ya “no es más el poder de los poderes”. Salvo en contadas excepciones -cuando la Corte resuelve en contrario o cuando al Presidente no le alcanza la mayoría para sus iniciativas- estamos a expensas de lo que el Presidente decida: ignorar el orden jurídico, darle abrazos al crimen organizado, destruir instituciones, regalar contratos, dejar a 50 millones de mexicanos sin acceso a la salud, alterar el registro de desaparecidos o hacer obras inservibles.

    La pregunta es si, en caso de un eventual triunfo de la candidata opositora, el Presidente entregará la banda presidencial como se ha venido haciendo en las últimas cuatro elecciones. Ni López Obrador tiene el talante democrático que mostró Zedillo en el 2000 cuando a las 11 de la noche del 2 de julio reconoció que el candidato del PRI había perdido, ni Morena y su candidata se parecen a Labastida y al PRI que se plegaron ese mismo día y a esa misma hora a dicho reconocimiento.

    En otras palabras, el Presidente ha preparado el terreno para una de dos cosas: elevar ilegalmente las posibilidades de ganar la contienda presidencial para su candidata y/o no reconocer los resultados electorales en caso de que le sean adversos.

    No queremos ni pensarlo pero la transmisión pacífica del poder político está en riesgo. Si no teniendo el aparato del Estado a su disposición, López Obrador puso en vilo el resultado de las elecciones en 2006, qué no podrá hacer desde la Presidencia para volver a intentarlo si perdiera la elección. Sobre todo si el margen de diferencia en favor de la Oposición es reducido, cosa que puede suceder en un escenario en el que probablemente haya solo dos candidatas (en 2000, 2006, 2012 y 2018 hubo seis, cinco, cuatro y cinco, respectivamente), o dos candidatas y uno testimonial.

    ¿Estamos condenados entonces? No. Citando a John Kean en Vida y Muerte de la Democracia, Lorenzo Córdova no se ha cansado de recordarlo: cuando las democracias mueren siempre invariablemente eso tiene dos responsables: en primer lugar aquel que ataca, destruye la democracia como un propósito político; pero también hay otro responsable, aquellos que pasivamente vieron cómo la democracia era atacada y finalmente aniquilada.