"Los pactos rotos el 17-10-19 en Culiacán"
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Luego del caos, ‘lavado’ de conciencias
Exactamente a las 19:30 horas del jueves 17 de octubre, un convoy de gatilleros marcó una línea de seguridad en el sector norte de Culiacán que se extendió desde el bulevar Universitarios y la conexión de este con la vialidad Lola Beltrán, minutos después de que la Guardia Nacional recibió la orden de despejar la zona. Por allí llevarían a Ovidio Guzmán López a un sitio seguro una vez que el Estado se rindió y el narcotráfico consiguió quitarle al Gobierno el hijo de Joaquín Guzmán Loera.
A esa hora bajaba la intensidad del operativo ordenado por los hijos de “El Chapo” y comenzaba el plan oficial de opinión pública para avergonzar lo menos posible a las instituciones nacionales y a los que las dirigen. Mientras centenas de culiacanenses seguían tirados en el suelo porque la ráfaga de los sicarios coronaba la narcovictoria, el Gabinete de Seguridad Nacional armaba una versión que a estas alturas nadie sabe todavía si es verdad o se sustentó en el engaño.
Solamente una cosa no está en duda. De la manera más extraña y errática posible se armó la acción táctica, ni siquiera hay certeza de quién la desencadenó, que retuvo a Ovidio Guzmán con la misma imprudencia que si fueran a detener a una religiosa que se robó las botellas de rompope. Esto es lo que deberíamos estar discutiendo ahora, lejos de la otra guerra que se libra en las redes sociales, entre pros y contras del Presidente Andrés Manuel López Obrador.
Hubo muchas cosas de las que el Gobierno federal nunca informó. Los reportes en contrasentido uno del otro, la desinformación a la población en las horas críticas y el enredo de si Ovidio Guzmán estuvo o no detenido configuran la verdadera situación de alarma de la cual nos quieren distraer con el ardid para vestir de piadosos a los que actuaron como pusilánimes. Y una gran parte de la sociedad ha caído en esa trampa al idolatrar a los que ocasionaron el caos en Culiacán.
Envuelta en la arenga misericordiosa de “no puede valer más la captura de un delincuente que la vida de las personas”, oración que olvida a las víctimas anteriores que no recibieron la opción de seguir vivas, se nos ofrece por el Gobierno de México la celada mística que intercambia el coraje por la aceptación de la barbarie. Prohibido desconfiar de lo que López Obrador nos dice porque de estos no será el reino de los cielos.
Y así desde Palacio Nacional se trata de manipular en los culiacanenses en lo particular y mexicanos en general el manejo de las emociones para que de la indignación transitemos pronto al agradecimiento al Presidente y su equipo de seguridad nacional. A un hecho de preocupante impericia en el combate a la violencia le es vital la catarsis irreflexiva para que expresemos gratitud por el infierno sufrido en carne propia.
¿Quién carajos está polemizando si estuvo bien o mal que predominara la integridad física de los cualiacanenses por encima del erróneo operativo contra Ovidio Guzmán? Si cuando se dieron las dos recapturas de Joaquín Guzmán en Sinaloa, el 22 de febrero de 2014 en Mazatlán y el 8 de enero de 2016 en Los Mochis, sus comandos armados hubieran tomado a la población pacífica de esas ciudades como rehén lo más seguro es que la reacción del gobierno presidido por Enrique Peña Nieto hubiera sido similar a la que adoptó López Obrador el jueves de la semana pasada.
Lo que tenemos que preguntar, todos a una voz, es qué acuerdos entre el Gobierno y la célula de los Guzmán en el Cártel de Sinaloa se echaron el jueves negro al cesto de la basura, tan de alto nivel que desde Palacio Nacional se decidió condenar a Sinaloa al interminable horror de ser rehén permanente de las armas del narco. Eso es lo que nos tienen que decir el Presidente y sus Secretarios que integran el Gabinete de Seguridad: ¿por qué decidieron hacer añicos la alianza social por privilegiar un pacto firmado con sangre y terror?
Aquí hay más víctimas que las que mostraron los ciudadanos arriesgados que en tiempo real emitieron el verdadero informe, y aquellas que el alto mando gubernamental ocultó para administrar el impacto de la afrenta. Algo se rompió ese día en Culiacán en relación a los acuerdos entre el Gobierno y el narcotráfico o mínimamente los “Chapitos” sintieron que se alteró la promesa presidencial de “abrazos, no balazos” la cual habían creído.
Tal vez por esa razón, como último paso de la reconquista de Culiacán los comandos armados a bordo de 15 camionetas con más de diez hombres cada una con sus correspondientes pertrechos de guerra, surcaron la ciudad desde Ciudad Universitaria hasta Bacurimí rafagueando y quemando los vehículos de la Policía y Ejército que encontraron en el camino, como cereza en el pastel de la peor jornada violenta que ha vivido la capital de Sinaloa.
Acabada la batalla, entre siete y media y ocho de la noche del aciago día empezó la apoteosis del narcotráfico y el abatimiento del Estado. Nunca olvidemos ni normalicemos esa jornada triste para AMLO y festiva para los capos. A los culiacanenses y sinaloenses nos resulta de vida o muerte tener memoria y obtener respuestas.
Reverso
Si es cierta esa piedad,
Por Culiacán y su gente,
Denos, señor Presidente,
La tan importante verdad.
Ciudadanía valiente
Otra mentira que poco a poco saldrá a flote es la que afirma que el Ejército salió a las calles la tarde noche del 17-10-19 a cuidar a la población. Algo hemos aprendido los sinaloenses de la guerra cruenta que, con treguas intermitentes, se ha registrado aquí por décadas. Los militares no pudieron cuidarse ni a sí mismos y la población, valiente, solidaria e instintiva se las ingenió para protegerse cuando el Estado se achicó frente la enorme hazaña ciudadana por la sobrevivencia. Quítele, General Luis Cresencio Sandoval, esa insignia a sus tropas también víctimas.