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    Ya lo escribía Elías Canneti, el gran escritor búlgaro, que en 1981 obtuvo el Premio Nobel de Literatura, con su obra mayúscula Masa y Poder (Random House, 2005) al dejar de lado las identidades convencionales de los pueblos (raza, territorio, lengua) para ir a algo más complejo, más inasible a primera vista, al señalar que “La unidad superior a la que el hombre corriente se siente vinculado es a una masa o a un símbolo de masa. Presenta siempre algunos de los rasgos característicos de las masas o de sus símbolos: densidad, crecimiento, y apertura al infinito, cohesión sorprendente o muy notoria, ritmo colectivo, descarga repentina”. Vamos, aquello que la mueve y le impregna sentido de pertenencia a una colectividad humana.

    Entonces, si seguimos el razonamiento complejo de Canneti, hay elementos del mar que determinan el carácter y la personalidad del mazatleco y es que a este le atribuye “paciencia, dolor y cólera”, pero, sobre todo, una tenacidad a toda prueba como el desafío que siempre representa vivir frente al mar.

    Esa es la relación primigenia del mazatleco con la naturaleza, pero, también, de cualquier otro, que viva en una costa de este u otro océano. Quizá, sólo, habría que distinguir las costas tropicales de las del norte y el sur del continente que son de aguas frías, donde el calor y el frío también influyen, y quizá de forma determinante, en el carácter de sus habitantes. Y es que el mar es constantemente un desafío soterrado, amenazante y fascinante. Un reto para quien se hace a la mar porque encierra peligros insospechados por el riesgo constante de la muerte. Y, por eso, vivir frente al mar o, mejor, vivir del mar, de la pesca en altamar, exige hombres y mujeres con temple dispuestos a enfrentarlo todo o morir en el intento, agarrar lo suyo en un entorno inmensamente bello que va más allá de la paleta del más heterodoxo artista plástico.

    ¿Pero qué otras cosas le aportan el mar al mazatleco? El mar, nos dice Canneti, con la densidad y la cohesión de sus olas expresa: “algo que también sienten los hombres en el interior de una masa: cierta flexibilidad hacia los demás, como si uno fuese ellos, como si ya no estuviese limitado en sí mismo, una dependencia de la que no hay escapatoria posible, y también una sensación de fuerza, un ímpetu que, por virtud, precisamente de ello recibe de todos los demás. La índole peculiar de esta cohesión de los hombres es desconocida. El mar no nos lo explica, pero sí la expresa”.

    Agregaría a la visión total de Canneti el sentido de amplitud y gozo que da estar frente a un mar que abre la mente a lo desconocido, al misterio, la imaginación y, ese costeño, buscará siempre llenar su vida con ensueños, por, eso, la cercanía con el mar es un ambiente propicio para la reflexión, la poesía o la narrativa. No es casual que por esta costa hayan transitado dejando su impronta personajes creativos como Amado Nervo, Juan José Tablada, Pablo Neruda, Gilberto Owen o Enrique González Martínez, pero, también, un D.H. Lawrence, Anaïs Nin, Edward Weston, Tina Modotti, Ramón Rubín o un Jack Kerouac con sus amigos beats, pero, también en la actualidad, la nueva generación de artistas plásticos, escritores y poetas nacionales y extranjeros que en sus obras, constantemente, registran su singular referencia al mar, esa trastienda, que todo lo cubre con su vaho húmedo y salado que exalta un singular aroma erótico que flota permanentemente en la atmósfera del puerto y sus seres sensuales.

    Y es que atrapa fácilmente a ese hombre o mujer, sin más deseo que el simple gusto de contemplar absorto el ocaso diverso y colorido de cada tarde. Esa conexión perturbada por el color, los colores, altera el proceso neuronal que flexibiliza la relación con el entorno en cuanto relaja las formalidades y convenciones sociales para frecuentemente rayar en lo llano, lo simple y ordinario.

    Vamos, que altera frecuentemente el mundo de las apariencias y privilegia la llanura de las formas en sacrificio del fondo. A partir de ahí, Canneti reflexiona sobre las gotas de mar como aislamiento y la conmiseración que provoca cuando se “producen los hombres trágicamente aislados”, sin embargo, nos dice con su sabiduría antigua, que las gotas no vuelven a ser contadas hasta “cuando vuelven a reabsorberse en la inmensidad de las aguas” y qué mejor manera de entenderlo sino es a través de los ejercicios de gozo colectivo, como es la mezcla de música, cerveza y Carnaval, en esa tríada se encuentra la suma de las gotas personificadas. Es decir, el sentido de cuerpo, que pudiera determinar la vida en sociedad como colectividad diversa.

    Y con ello, hay elementos, para pensar que la llamada época de oro del puerto del Siglo 19. Aquella “grandeza mazatleca” ilustrada para el consumo de los lectores. Esa grandeza solo será inteligible en el sentido gregario de los primeros pobladores urbanos de la región que rápidamente se dispersaron por sus montes y cerros para reproducirse, localizar las minas que guardaban tesoros ocultos en cuevas y acantilados, en ríos y arroyuelos y para que los más atrevidos y perseverantes volvieran al puerto con sus alforjas cargadas de éxito o fracaso.

    Esa es la historia que está detrás de los primeros pobladores gambusinos y de los pueblos y rancherías de la región. La de aquella élite que se reunía y compartía el primer germen del espacio público. La hoy llamada Plaza Machado, sin embargo, están, también, las pulsaciones silenciosas que transpiran los muros de las edificaciones decimonónicas que llenan el paisaje urbano del Centro Histórico y que la escritora Aleyda Rojo describe magistralmente algunos de sus secretos en su novela histórica Las brujas del tiempo, dando cuenta a través de las historias de satén de la otra élite dedicada al ejercicio del poder político.

    Solo un esfuerzo colectivo de gotas diluidas en la inmensidad de la suma podría explicar lo que está ahí, inmutable, viendo pasar el tiempo. Pero, detrás de esa voluntad a la que llamaría el mar, está si la calma... y también, la amenaza latente, con toda su furia acumulada y que cíclicamente aparece con su capacidad destructiva que atemoriza hasta el más valiente de los mortales. Esa referencia indómita está en los genes de los que habitan las costas. Y más, cuando “el mar”, nos lo recuerda Canneti, “no tiene límites internos ni está dividido en pequeños pueblos y territorios. Tiene un idioma que es el mismo en todas partes”. Vamos, para decirlo con una imagen, el mar con sus olas crepitantes es libre como su viento.