Como prometí hace unos días, esta es la segunda entrega de cuatro que buscan dibujar -en trazos muy gruesos- la cartografía del mal.
A la complejidad de definirlo de manera clara, se suma el hecho de que iré avanzando desde los apartados del libro de Terry Eagleton, desde el que estoy enhebrando la reflexión y la cotidianidad donde el mal se muestra tal como es: crudo, espontáneo, inverosímil, ininteligible, desgarrador y, las más de las veces, mortal.
Esta vez la trama surge a partir del tétrico hallazgo de un vagabundo que caminaba por la calle Turbigo en el barrio parisino Plaza de la República. Desconozco los detalles finos de la manera en que el sintecho dio con el cuerpo del afamado fotógrafo suizo René Robert. Lo que se sabe hasta el momento es que Robert, como era habitual, salió alrededor de las nueve de la noche a dar un paseo corto a un parque cercano a su departamento. Probablemente fue el peso de sus 84 años a cuestas, las condiciones climáticas o la mala fortuna -pisó mal, había un hueco en el piso, se le atravesó un perro que lo hizo trastabillar, se asustó por el ruido de un coche que pasó cerca y un largo etcétera de eventos imprevistos- le hicieron perder el equilibrio cayendo a la acera de la que no pudo levantarse.
La caída fue antes de llegar al parque, en una zona comercial repleta de vecinos, empleados y turistas que visitan los alrededores y atestan las aceras. Fue hasta la seis de la mañana que un vagabundo reportó a emergencias que un anciano, aún vivo, se encontraba tirado en el suelo. El afamado fotógrafo permaneció casi ocho horas en la acera sin recibir auxilio por parte de una de las muchas personas que pasaron a su lado. Como dijo Michael Mompontent, un periodista amigo cercano a Robert, “René fue asesinado por la indiferencia”.
Sin duda, la muerte de este anciano pudo evitarse. Bastaba que cualquier vecino, empleado de la tienda de vinos y óptica donde cayó, o turista, se hubiera detenido un breve momento para que Robert no hubiese muerto a causa de la hipotermia. ¿Cómo calificar a todos aquellos que pasaron frente a él y no hicieron nada? Más allá de la caída que le llevó al congelamiento, ¿qué provocó su muerte?, ¿la maldad o la indiferencia de quien lo vio tirado en el suelo y no se acomidió a tenderle la mano para que se levantara?
En la entrega pasada, siguiendo a Eagleton, dije que “la acción malvada está fuera del alcance de todo entendimiento. El mal es ininteligible. Es algo único en sí mismo. [...] No hay contexto alguno que lo haga explicable”. Si nos hacemos una imagine mental de la escena, era imposible que quienes caminaban por la acera no se dieran cuenta que René Robert yacía en el suelo. Más aún, les estorbaba, incluso, corrían un riesgo al tropezarse con él. De ahí que no fue el descuido al que conduce la prisa, sino, como dijo Mompontent, la indiferencia, la malvada indiferencia -diría yo- la que provocó que nadie tendiera una mano al anciano.
Por la manera tan trágicamente absurda en que se dieron las cosas, la trama pareciera parte de un cuento o una novela, de ahí que no sea casual que la literatura se nos presente como una fuente inagotable donde mana una incontable cantidad de formas en que se expresan los motivos, presencia y efectos del mal.
A partir de un análisis de textos como Martín el náufrago, Caída libre, El tercer policía, Brighton Rock y Doctor Faustus, entre otros, Terry Eagleton logra dar con los elementos más representativos del mal: 1) su rareza; 2) su terrible irrealidad; 3) su agresión al sentido; y, 4) su manera de hallarse atrapado en la monotonía anestesiante de una reiteración eterna.
Me acercaré al subsuelo de cada uno de estos elementos siguiendo el “asesinato por indiferencia” lamentado y denunciado en las redes por Mompontent.
1) La rareza del mal. Ninguna de las personas que vieron tirado a René Robert le hubiera dejado en el suelo, si éste hubiese sido su familiar. Tampoco la indiferencia se habría apoderado de ellos si, al menos, por un momento, hubiesen pensado sobre el destino fatal de un hombre de 84 años que yacía inconsciente a la intemperie de esa fría noche parisina. Estos dos factores, entre otros muchos más, habrían evitado la muerte inútil del fotógrafo. Sin embargo, algo raro pasó en aquella escena. Probablemente algunos le pensaron muerto y no quisieron comprometerse, pero ¿qué hay de quienes presenciaron la caída o se dieron cuenta que aún estaba con vida? ¿Por qué no llamaron a una ambulancia sabiendo el desenlace que tendría ese hombre inconsciente y desvalido?
2) La terrible irrealidad del mal. Ante los ojos de tantas personas que lo amaban y admiraban, la indiferencia de los transeúntes parisinos es algo de no creerse. Como dijo Mompontent, que nadie se detuviera a ayudar a Robert y evitar el trágico y repugnante final de su vida, “nos enseña [mucho] sobre nosotros mismos”. Bastaba que alguien llamara a la ambulancia, incluso, sin hablarle o tocarlo, para que Robert no acabara de esta infame manera.
3) La agresión al sentido. Concluir nuestra vida de una manera tan absurda, sin duda, es una clara agresión al sentido común y, como dirá Zygmunt Bauman, muy particularmente al sentido o intuición moral de la que, supuestamente, estamos dotados los seres humanos. ¿En qué ojo moralmente cuerdo cabe la imagen de un hombre agonizando sin detonar una alerta que vaya en su auxilio? ¿Es posible caminar por la acera, ver a un anciano tirado bajo el frío y llegar a casa a cenar y después sacar algunos pendientes para emprender el siguiente día de trabajo? ¿Es lo propio de alguien con una pizca de sentido común y humanidad?
4) Su reiteración eterna. Terry Eagleton nos deja en claro que el mal a lo largo de nuestra historia ha sido una nube oscura y perpetua que no termina de pasar. Aunque resulte injusto e ininteligible, desenlaces tan trágicamente absurdos como el de René Robert, seguirán repitiéndose y verán superados por otros peores.
Quienes pasaron frente a Robert y no lo auxiliaron, ¿son malos de entraña o la presa de un centro oscuro que se ubica en el interior de sus cráneos, y se expresa a través de un ego que solo sabe del interés individual?
Como dije en la entrega pasada, pensar que una persona es mala por naturaleza no solo le dispensaría por el daño que causan los efectos de lo que hace -ya que no está en ella actuar de otra manera-, sino que negaría, por un lado, su condición de ser libre y, por el otro, impediría la posibilidad de actuar como le venga en gana, incluido el legítimo derecho de pasar de largo frente a un hombre que agoniza a sus pies.
Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Si Roberto Palazuelos es uno de los candidatos fuertes para gobernar Quintana Roo, por qué no pensar también en Alfredo Adame para gobernar otro estado si tiene un perfil tan similar? ¿Ya pensó Dante Delgado en otros mirreyes que pasan sus días muriéndose de aburrimiento frente al espejo, y que podrían invertir largas horas jugando a ser políticos? ¿Estamos ante la emergencia de lo que puede ser la quinta transformación del escenario político en México?