@Giorgioromero
SinEmbargo.MX
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Es proverbial la ignorancia de Andrés Manuel López Obrador sobre la mayoría de los temas de los que perora cotidianamente en sus conferencias “mañaneras”. Pero si en alguno ha opinado con la misma autoridad que los parroquianos de café de Macuspana, lugar que conozco bien y en donde tengo familia y grandes recuerdos, ha sido cuando habla de políticas de drogas.
En las últimas semanas ha proferido una cantidad nutrida de insensateces sobre el tema. Primero propuso que se ilegalizara el fentanilo para usos médicos, después equiparó al cannabis con los opiáceos y tachó de hipócritas a los Estados Unidos en su conjunto porque la NBA había dejado de considerar dopaje el consumo de THC, para después escenificar el punto más grotesco de la zaga: su carta al Presidente chino donde le pedía que ya no exporte fentanilo a México. Pero el mayor disparate, el que además muestra su talante punitivo, profundamente inhumano, es el más reciente sobre la naloxona.
Según he leído en distintas notas de prensa, el Presidente de la República se lanzó en su sermón del 11 de abril contra la liberalización en los Estados Unidos de la comercialización de naloxona en aerosol, antídoto eficaz contra las sobredosis de opiáceos. Sin que faltara su latiguillo de “con todo respeto”, dijo que en lugar de ir al fondo, el uso del medicamento que puede salvar decenas de miles de vidas hoy en riesgo por la epidemia de opiáceos que padecen no es más que un paliativo.
En su peculiar estilo paranoide, López Obrador enseguida preguntó ¿quién hace ese medicamento? Para sembrar sospechas sobre la fundamentación mercantil de la medida, resultado, empero, del clamor de la comunidad científica que estudia política de drogas y reducción de daños y de los familiares de los usuarios de opiáceos, que prefieren a sus hijos vivos y no muertos de manera infamante por la decisión de quienes juzgan inmoral su consumo y consideran que mantenerlos con vida es un paliativo y que mejor sería acabar con el problema de raíz.
Cuando estalló la crisis de opiáceos, sobre todo en los estados del medio oeste, hubo condados que prohibieron a las ambulancias llevar naloxona y ni hablar de las policías. Por fortuna, hoy la naloxona es parte del equipamiento cotidiano de los agentes de los cuerpos de seguridad federal y de muchas policías locales, pero el paso dado ahora permitirá que los propios círculos usuarios, sus familiares y amigos puedan contar con el medicamento para revertir una sobredosis en caso de emergencia, de manera tan sencilla como la administración nasal en aerosol.
Pero al Presidente eso le parece sospechoso. Para él el problema de las drogas se resuelve con sermones. Por eso, puso a uno de sus obispos -el inefable López-Gatell- a predicar sobre la maldad de las sustancias, empezando por el fentanilo, sólo para que el Presidente repitiera el dislate de que mejor habría que prohibir el uso médico del potente analgésico.
La ignorancia de López Obrador sobre drogas no es exclusiva. La mayoría de los políticos hablan sobre el tema sin el menor sustento en evidencias. El clamor moral contra el consumo de drogas, uno de los mitos mejor construidos para justificar burocracias y encubrir abusos y violaciones de derechos humanos durante el Siglo 20, reditúa popularidad.
Mientras, un tema que podría ser bien gestionado desde la política de salud, a partir de una buena regulación del acceso a las sustancias, se convierte en un gran negocio, tanto para las agencias estatales encargadas de ejecutar la prohibición, como para las organizaciones especializadas en mercados clandestinos; por supuesto, los que pagan el precio son los usuarios, problemáticos o no, de drogas recreativas y los entornos sociales en los que se escenifica la guerra interminable, con su reguero de muertos, ya sea por sobredosis o a balazos.
Lo terrible de la declaración presidencial es que le ha dado el tiro de gracia a una iniciativa que iba ganando consenso en el Senado para reformar en México el estatuto de la naloxona, hoy un medicamento por ley sólo de uso hospitalario. Un cambio urgente, que además debería ser acompañado de una política pública de disponibilidad del medicamento en farmacias y centros de salud sin receta. Hoy en México no se puede obtener legalmente el antídoto y las pocas organizaciones civiles que hacen reducción de daños en consumo de opiáceos, como PrevenCasa, de Tijuana, acaban importando de contrabando unas pocas dosis, totalmente insuficientes, siempre sujetos a la extorsión las multas o la detención por parte de las autoridades aduanales, ahora bajo control del Ejército.
En México, el consumo problemático de opiáceos, incluido el fentanilo, cada vez más presente en el mercado, no está bien detectado. Se sabe que, en Tijuana, Ciudad Juárez y Ciudad de México, ya hay brotes que pueden llegar a ser epidémicos. Pero la estigmatización y la negación, en lugar de contribuir a la buena gestión sanitaria, sumergen a las personas que requieren tratamiento en la clandestinidad y la insalubridad, y vuelve al consumo mucho más dañino.
Queda claro ya que, a pesar de la indignación de mis amigos entendidos en el problema cuando advertí en 2018 que apoyar la candidatura de López Obrador los convertiría en tontos útiles de un prohibicionista contumaz, el Presidente nunca tuvo intención alguna de acabar con la política de prohibición, ni podía concebir otra estrategia que no fuera la prohibición, junto a la manida y fallida prevención basada en el miedo y las mentiras, de fuerte cariz puritano.
Ahí quedó también, después de la andanada de estos últimos días, condenada a la congeladora legislativa, la pretendida regulación del cannabis. Horas y horas de trabajo en el Senado y, menos, en la Cámara de Diputados, para que, al final, incluso esté en la picota la regulación de derivados del cannabis no psicotrópico, porque, según ya insinuó el Presidente, sólo se modificó la Ley para favorecer a Fox. La simplificación maniquea como marca de la casa.
Para rematar la retahíla de ocurrencias, el Presidente acaba de decretar la creación de una Comisión presidencial encargada de la coordinación nacional para combatir el tráfico ilícito de drogas sintéticas y armas de fuego y sus municiones, por supuesto con las Fuerzas Armadas y la militarizada Guardia Nacional como integrantes centrales operativos. Es decir, más guerra contra las drogas, pero que nadie diga que eso es lo que hacía Felipe Calderón.