@fopinchetti
SINEMBARGO.MX
Hace algunos años conocí y conversé con Federico Serrano Díaz, descendiente directo el General Francisco R. Serrano, el candidato antirreleccionista que fue arteramente asesinado junto con 13 compañeros suyos en Huitzilac, Morelos, el 3 de octubre de 1927, en una masacre de Estado que jamás ha sido cabalmente dilucidada.
Serrano Díaz era entonces director de comunicación del Circo Atayde Hermanos, la empresa circense de más abolengo en nuestro país. La plática fluyó a partir de la figura y la historia del general Serrano. Le conté que años atrás hice para el semanario Proceso una entrevista al cineasta Julio Bracho, que en 1960 había llevado al cine la célebre novela de Martín Luis Guzmán, La sombra del caudillo, en la que el militar y candidato asesinado era el protagonista principal y en la que se involucraba por supuesto como autor intelectual de ese crimen al General Plutarco Elías Calles.
La película de Bracho fue vetada y permaneció enlatada más de 30 años, lapso durante el cual siempre se dio por hecho que eran los militares los autores de tal prohibición, porque resultaba crítica para el Ejército mexicano. En aquella entrevista, sin embargo, el cineasta desmintió esa versión: “Fueron los políticos, no los militares, quienes la censuraron”, me dijo. “Primero Díaz Ordaz, luego Echeverría y después Moya Palencia...”
Esa entrevista, junto con otros materiales en torno al caso, fue publicada luego en un libro de la editorial Proceso, coordinado por Federico Campbell, con el título La sombra de Serrano (1980).
De aquella referencia pasamos a conversar sobre la evolución y la situación nada fácil que enfrentaban ya para entonces los circos mexicanos, en particular el Atayde. En algún momento de la plática, sin pensarlo, deslicé aquel lugar común de que la política mexicana es un circo.
“¡Permítame!”, me paró evidentemente molesto el señor Serrano Díaz. “A la gente de circo esa comparación le ofende profundamente. Los acróbatas, los malabaristas, los domadores y hasta los payasos son gente trabajadora y honesta, profesional. Son artistas serios. Unos se juegan la vida en el trapecio, sin trampas, mientras otros asombran al público con sus juegos malabares. Y los payasos hacen reír sin ofender, divierten por igual a los niños, a los papás y a los abuelos. No se vale compararlos con los políticos, por favor. Los cirqueros son gente decente...”
La perorata me avergonzó, la verdad. Me sentí chinche. La vehemencia de mi interlocutor me apabulló. Desde entonces me juré no caer nunca más en tan odiosa y falsa comparación. Sobre todo porque toda mi vida he sido un aficionado ferviente de ese arte alimentado de emociones y sobresaltos. Desde niño, cuando mis padres nos llevaban en la Arena México a las funciones del Atayde, en esa época carente de la carpa tradicional para su temporada de invierno en la capital del país. Claro que Serrano Díaz, que me pareció un muy buen tipo, tenía razón.
Los cirqueros, en efecto, son gente decente. Se ganan la vida de manera honorable. Ellos toman parte en un espectáculo y su misión es emocionar y divertir al público. Lo hacen con profesionalismo y dignidad, aun en tratándose de un circo pequeño, de esos de la legua que van de pueblo en pueblo, en los cuales a veces el dueño es a la vez el presentador, el taquillero, el trapecista y el que vende las palomitas.
Por lo demás, el circo tiene en México una gran tradición. De hecho, su historia se remonta a la Colonia, cuando se hacían funciones en las plazas públicas a las que llamaban “circo del pobre” o “maroma”, Leo: “una función de maroma en el Siglo 17 y hasta mediados del Siglo 18 era una exhibición que incluía a un funambulista (hoy conocido como alambrista), además de malabaristas contorsionistas y algún animal exótico que causaba admiración en la sociedad Virreinal”.
Entre los circos más famosos de México destacan el Circo Bell’s, propiedad de un famoso payaso inglés; el Circo Unión, de los hermanos Fuentes Gasca, y desde luego el Circo Atayde Hermanos, fundado en 1888.
Todo esto viene a cuento porque en estos días la terca comparación entre la política y el circo llena los espacios periodísticos, los comentarios políticos, las columnas de opinión. Y es que los autores de tales inferencias y comentarios tienen abundante paja para sus fogatas. Sobran pretextos para hacer alusión al arte circense e injustamente equipararlo con los lamentables espectáculos que nuestros políticos, encabezados por el señor Presidente de la República, nos sacan todos los días.
No se hagan bolas. Los espectáculos que estamos presenciando tienen un solo objetivo, que desde luego no es el de hacer reír al público como ocurre en la carpa de Buenavista. El objetivo único, llano y descarado es obtener ganancia política y más concretamente beneficio electoral, con vistas a los comicios intermedios y cruciales de 2021.
Una cosa -respetable- es un circo, y otra cosa -deleznable- es la política.
No se vale llamarle circo, por ejemplo, a la ridícula exhibición montada por nuestra Fiscalía General de la República, con la anuencia del caudillo por supuesto, y en la cual el protagonista central es un pillo de siete suelas que ahora se ha convertido en colaborador consentido, cuidado y protegido del Gobierno, con “consideraciones” presidenciales, a cambio de que a manera de formidable prestidigitador saque de la chistera nombres y más nombres de ciertos o presuntos cómplices de sus fechorías para ser usados políticamente por el Gobierno, sin pruebas por supuesto, para que éste los use políticamente en su beneficio. Y ya lo vemos: no ha pisado ni pisará la cárcel.
Eso se llama farsa.
Entiendo, pero no justifico, la tentación de llamarle circo a la función ofrecida por el Primer Mandatario al montar su “mañanera” en el ex hangar presidencial para presentar al dichoso avión que ni Obama lo tiene, que no es avión sino palacio faraónico, y que se vende pero no está en venta porque en realidad está en prenda para la rifa no rifa del no avión, que implica la colocación de seis millones de cachitos de lotería de a 500 pesos cada uno de los que apenas, supuestamente, se ha colocado una cuarta parte. Eso no es un circo. Válgame.