La escena es la misma: políticos que se niegan a asumir su responsabilidad, culpan a las víctimas de sus propios errores.

    Últimamente solo puedo mirarlo todo como una gran obra de teatro, se lo confieso, querido lector. Desde hace algún tiempo, con desgano y cierta abulia, miro la vida pública convertida en eso, un escenario, una gran puesta en escena que se repite frente a espectadores entre adormilados, indignados y escépticos, como si solo fuera posible un guion y lo de menos fuera el reparto: la obra siempre se repite, no cambian ni los diálogos, solo los actores.

    La escena es la misma: políticos que se niegan a asumir su responsabilidad, culpan a las víctimas de sus propios errores. El auditorio aplaude o abuchea, según sea la butaca ¿no se cansan? Quiero decir, ya hemos visto esa obra varias veces: los que se decían distintos se comportan igual a los que en otro momento también se decían distintos. Es una cosa de roles, por lo visto. No importa el color, la adscripción, la ideología. Las tragedias se convierten en armas políticas, porque estamos en una guerra perpetua por el poder. Lo extraño y hasta inusitado, es que esos políticos se peleen para hacer exactamente lo mismo que una vez criticaron. Así, miramos cómo los que antes no criticaban un fenómeno se convierten en críticos rabiosos del mismo, y los que antes lo criticaban ahora atacan furiosos a los que lo critican. De ahí, la fundada sospecha de que, en realidad, a nadie le importa lo que realmente sucede. Los críticos del gobierno actual escriben panfletos inflamados mientras repiten exageraciones y mentiras que quizás en otro tiempo resultarían groseras y los defensores del mismo modo ocultan la verdad bajo capas de distorsiones, igual de escandalosas.

    Un río muy revuelto, de aguas terrosas, en las que viajamos todos, cada quien en su barquito zozobrante a rapidísima velocidad, mientras las escenas se repiten y cada quien se acoge a su parlamento preferido que ya se sabe de memoria.

    De cualquier modo, ahí están las mismas escenas: una casa de un narco detenido por fuerzas militares en las que no cabe ni un balazo más: charcos de sangre en el suelo, ropa de niños y mujeres que se encontraban en la casa, la evidencia de un campo de batalla brutal, nada que ver con un operativo “quirúrgico”. Ya vimos esta escena, muchas veces, cuando gobernaban los otros y había, formalmente, una guerra. Recordamos las mismas habitaciones por donde la metralla pasó. Claro, ya nadie, como en el pasado, se pregunta de quién es esa sangre, cuántos murieron en el lugar y cómo murieron, aunque fueran delincuentes. Es la misma obra, con el mismo guion. Por eso, la aplauden, por primera vez, los otros. Al fin, parece, ambos quieren lo mismo: un país militarizado, masacres en detenciones de capos. No son tan diferentes: hay que extraditarlos a todos.

    Luego, esta esa otra escena, muy extraña. Personas fallecidas por accidentes en el Metro, en los últimos años. O personas asesinadas en el país, personas que fueron desaparecidas. Personas víctimas de decisiones gubernamentales, víctimas de la cosa pública. Es extraño, porque no hay nada más político y público que el metro, por ejemplo. Es imposible criminalizar a alguien por tomarlo, y sería estúpido, por no decir completamente inmoral, tratar de responsabilizar a los usuarios. Si una persona fallece debido a que el puente se cae o porque unos trenes chocan, la responsabilidad es exclusiva de la ciudad. No puede ser de nadie más y es sencillamente lógico que la ciudadanía reclame esas muertes a las autoridades. Alguien, dentro del gobierno, tiene responsabilidad en los hechos, o muchas personas que tomaron decisiones que causaron heridos y muertos. Falta de mantenimiento, corrupción, lo que sea: es evidente que las cosas están muy mal y que deberían investigarlo a fondo, castigar a los responsables y evitar que se repita. Eso, si les preocupara la gente y si pudieran investigarse a sí mismos. Pero la escena se hunde en el mismo río de aguas turbias donde todo navega cuando los políticos y funcionarios del gobierno se convierten en las víctimas, ya no los heridos y fallecidos, porque se les señala su responsabilidad en los hechos. Esto convierte a críticos en “buitres” y a los responsables, en víctimas. De esta indecente tergiversación parte la carta en la que los gobernadores morenistas del país extiendan su solidaridad y respaldo a las autoridades responsables del percance, en un comunicado totalmente vergonzoso. Es evidente que no les importa la joven que falleció debido a su incompetencia, sino que las aspiraciones políticas de la candidata del Presidente no se frustren. Los “humanista mexicanos” que llegaron al poder y que antes reivindicaban a las víctimas del gobierno y del Estado, ahora opinan, como los de antes, que los fallecidos son bajas colaterales de su proyecto político. Lamentables, inevitables, casi obra del destino.

    Yo no salgo del estupor, se lo confieso, cuando escucho lo de los buitres, esa línea gubernamental contra quienes reclaman por los muertos. A veces creo estar en el sexenio de Calderón, aunque los calderonistas ahora sean los indignados y los antiguos indignados ahora sean el gobierno.

    Aguas muy turbias y predecibles ya, querido lector. Seguramente más tierra arrastrará la corriente conforme avance el año y se acerquen las elecciones y pocos espacios vayan a quedar para la verdad y la decencia, porque, está visto, a todos lo que les interesa es el poder. Lo amargo es que lo quieran para representar, una y otra vez, lo mismo.