Como todos los años que nos ha tocado vivir en la conciencia del tiempo y de la vida, cada diciembre en las fechas que celebramos la Noche Buena y la Navidad, el fin de año y el año nuevo, continúa siendo pertinente y necesario el recuento de lo vivido, una especie de inventario anual de nuestras vidas.
Como es sabido, la Noche Buena es una tradición cristiana, en la que se conmemora el nacimiento de Jesucristo, el hijo de Dios sobre la tierra. De ahí que la natividad, que significa “nacimiento”, del Niño Jesús, simbolice para los fervientes un suceso digno de ser alabado, por ello la Navidad representa el júbilo y el entusiasmo de algo considerado como sagrado, lleno de amor y milagros para quienes siguen la tradición de la doctrina.
En la actualidad la Noche Buena también es motivo para el encuentro familiar, una cena que nos reúne para recibir juntos la Navidad, la cual se ha convertido también en ocasión para compartir regalos, tradición no precisamente cristiana, inspirada en más en Santa Clos, personaje que surge de la figura de un obispo griego que regalaba juguetes a los niños a medianoche en Navidad.
Sin embargo, desde mediados del siglo 20 las navidades se fueron convirtiendo más en un motivo comercial y de consumo. No obstante, aún pervive en muchas familias el deseo de que estas fechas sean días para expresar sentimientos de reconciliación, paz, alegría, esperanza, amor y entendimiento entre seres queridos más allá del regalo material.
El resultado de la fusión entre el significado espiritual y material de la Navidad, se ha tornado más una experiencia alrededor del consumo y los excesos. Así la celebración del nacimiento del hijo de Dios y su significado filosófico y religioso que expresa el milagro de la vida, de la existencia misma, de la unión entre lo divino y lo humano, se confunde con la celebración de las cosas materiales y lo efímero de los placeres.
Por ello en cada Noche Buena y en cada Navidad, se debate nuestra condición humana como la define Hannah Arendt, una condición humana y moral frente a nuestras familias en la necesidad del perdón y la reconciliación, en el anhelo de fortalecer nuestras habilidades para reiniciar la vida, de dar vuelta a la página, siendo lo más grandioso del ser humano su capacidad de comenzar de nuevo. Por eso la Navidad continúa significando esperanza, una eterna y renovada esperanza de ser mejores personas.
Algo parecido sucede también el día último del año y la celebración del Año Nuevo, un recuento de nuestros actos y decisiones que tiene que ver más con los roles sociales que van más allá del círculo familiar y seres queridos. Cada fin de año igual repetimos el escrutinio de nuestras expectativas alcanzadas, de los errores cometidos y de los anhelos frustrados, una especie de aduana personal que la gran mayoría aplicamos en la necesidad de revisar lo vivido. De ahí que para algunos significa un año menos y para otros un año más. En esta diferencia la vida va de por medio y con ella la diferencia entre la suma y la resta en la matemática de la vida. Por eso a veces se torna difícil revisar lo vivido, sobre todo porque no siempre se aprende a diferenciar entre vivir y sobrevivir el sentido de la vida y de las cosas.
Para Viktor Frankl, el sentido de la vida está en hallar un propósito, en asumir una responsabilidad para con nosotros mismos y para el propio ser humano. Quizá por eso evaluar lo vivido cada año tiene que ver más con el sentido que cobran nuestras vidas en sociedad y lo que nos implica en lo individual.
Así el recuento de lo vivido cada fin de año se asocia con la otredad, con los demás, con los “otros todos que somos nosotros”, como dicta el poeta Octavio Paz en Piedra de sol. Por eso resulta relevante pensarnos y reflexionarnos en lo plural, pues de ello depende, aunque no lo parezca, lo que hemos sido hasta ahora y lo que seremos en el porvenir.
A este dilema se enfrenta la dicotomía del tener y ser que Erich Fromm definiera hace más 60 años: el de respondernos qué clase de sociedad estamos creando, una interesada en las personas o una interesada en las cosas. Y en esa disyuntiva el recuento nos exige saber cuál ha sido nuestro rol social frente a esta dicotomía.
Sin duda la proporción de ambas aspiraciones en la vida, entre el tener y el ser, está en la medida de lo alcanzado para lograr nuestro bienestar. Obtener el equilibrio entre las fórmulas de “yo soy igual a lo que tengo y consumo” y “yo soy lo que siento y comparto”.
Una difícil tarea cuando vivimos en una sociedad como la define Fromm: dedicada a adquirir propiedades y a obtener ganancias, en la que rara vez ponemos a prueba el modo de existencia de ser, y se considera el tener como el modo más natural de existir. Esto hace especialmente difícil comprender la naturaleza del ser.
No obstante, como en cada final nace al mismo tiempo un inicio, y aunque después de reflexionar cada fin de año volvamos a nuestra forma de vida cotidiana, casi siempre trazada ya por el destino de nuestra época, siempre hay nuevas oportunidades que nos permiten re-des-cubrirnos para advertir con mayor claridad lo vivido. Así sea.
Nos vemos el próximo martes 11 de enero. Mis mejores y más sinceros deseos de que en esta Navidad se renueve el amor, el perdón y la reconciliación en sus familias y que el año que viene sea uno de mayor reflexión y armonía para todos.
Hasta entonces.