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¿En qué circunstancias es posible llorar una vida perdida? ¿De quiénes son las vidas que se consideran llorables? ¿Cuáles son esas vidas que si se pierden no se considerarán en absoluto una pérdida? ¿Es posible que algunas de nuestras vidas se consideren llorables y otras no?
Estas preguntas tan difíciles y perturbadoras, como dice Judith Butler, son muy pertinentes en una sociedad donde un día sí y otro también se producen muertes por el clima de violencia provocado por acciones individuales, institucionales y estatales. En todos los casos, tanto la violencia como las muertes son imposibles de justificar. Me explico.
En los muchos eventos tristes que transcurren en nuestra vida, la pérdida de un ser querido, sin duda, es uno de los más dolorosos que nos puede suceder. Entre mayor sea la cercanía con esa persona, más profundo y agudo será el dolor.
Por ejemplo, piense en algún familiar o amigo suyo que murió de Covid-19. El hecho de pensar que la vida de esa persona se apagó en soledad, sin la compañía de sus seres queridos, resulta dolorosamente inquietante. Con todo, las cenizas son la posibilidad transfigurada de un reencuentro y la puerta de entrada para transitar hacia el consuelo.
Pero, ¿qué hay de esas vidas perdidas que no pueden ser lloradas porque no se consideran propiamente una pérdida?
Estudiando a fondo las formas en que se ejerce la violencia, en "Sin miedo", texto que referí en la entrega pasada, Judith Butler propone una idea que nos permite comprender la complejidad y gravedad contenida en la anterior pregunta.
A decir de esta filósofa: "si convenimos en que toda persona debería ser libre de aspirar a una vida vivible y despegada de violencia, entonces estamos aceptando que toda vida debería ser, idealmente, libre de ejercer ese derecho, y que todos aquellos que son privados de su vida por medio de la violencia son víctimas de una injusticia radical".
Vale la pena destacar un par de ideas de esta premisa propuesta por Butler, para comprender con más claridad por qué las vidas perdidas no lloradas son el resultado de una injusticia radical.
Cualquier persona aspira a tener una vida donde sea posible, por un lado, elegir el tipo de vida que se desea tener y, por el otro, no ser objeto de la violencia. En eso consiste tener una vida vivible, y que al perderse resulta llorable.
Ahora bien, hay muchas formas de hacer e institucionalizar formas de violencia que nos impiden reconocer que toda vida humana es llorable. Va un ejemplo para clarificar el asunto que traeré del libro "El hambre", de Martín Caparrós.
Cada día alrededor de 25 mil personas en el mundo mueren por causas relacionadas con el hambre. No hay noticias, reportajes, marchas en las calles, toma de edificios, posicionamientos internacionales o una indignación masiva al respecto. La partida de estos pobres invisibilizados, sin duda, generó dolor entre sus familias, pero también un cierto alivio porque ahora habrá una boca menos que alimentar. Al igual que en el caso del paciente que murió por Covid, estos pobres pueden ser llorables para sus familias, pero no para el estado, las instituciones y el resto de ciudadanos en particular.
Sin embargo, hay un grupo de personas, que por el modo en que perdieron la vida, son consideradas vidas no llorables y, por tanto, objeto de una injusticia radical; me refiero a las mujeres y hombres desaparecidos por la ola de violencia que azota nuestras calles.
Es indescriptible el dolor que experimenta una madre o un padre cuando reconoce en la morgue el cuerpo de su hijo muerto. Con todo, tiene la posibilidad de sepultarlo y comenzar a cerrar su proceso de duelo. ¿Pero que hay, por ejemplo, en los casos donde después de meses y meses de búsqueda, la familia no ha podido encontrar en ningún sitio a la hija desaparecida? ¿Cómo cerrar los ciclos del proceso de duelo?
Si el dolor hablase, como dice Butler, diría que las vidas que se han perdido deberían haber tenido la oportunidad de vivir, de aspirar a elegir una vida digna de ser vivible, "una vida que le permitiera a una persona querer la vida que le ha sido dada vivir. [...] Si una vida se considera carente de valor, si una vida puede destruirse o hacerse desaparecer sin dejar rastro o consecuencias aparentes, eso significa que esa vida no se concebía plenamente como viva y, por tanto, no se concebía plenamente como llorable".
Así pues, continúa Butler, "El acto de duelo enlaza con el acto de la justicia precisamente aquí, porque no solo estamos diciendo que esa era una vida que merecía ser vivida y que nadie debería haberla destruido, sino también que tal destrucción es injusta". Llorar, en este caso, también es una forma de denunciar la injusticia.
Dada la curva ascendente de desapariciones de hombres y mujeres en México, especialmente de estas últimas, resulta claro que en el país se esfuman y diluyen vidas que se consideran prescindibles. Los ministerios públicos no se dan abasto para canalizar las denuncias y poner en marcha las respectivas investigaciones. Y eso cuando fue interpuesta la denuncia.
El desfondamiento de la humanidad se vuelve abominablemente explícito, cuando el asesino domina sobre sus muertos al borrar por completo su rastro, al eliminar cualquier pista o huella que permita a los familiares dar con ellos y poder llorar la injusticia de tal infamia.
No se equivoca Butler cuando dice, que llorar sin evidencia de la muerte no es del todo posible; como tampoco se equivoca Sófocles en su Antígona: es necesario poder enterrar el cuerpo para aceptar y llorar la pérdida.
Garantizar que toda vida humana sea una vida llorable, es un asunto de dignidad y justicia, porque nadie tiene el derecho de arrebatar a otro la posibilidad de que, al menos, sus seres amados le lloren.