A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de conocer cuatro velocidades en el amor: dos de oídas, una de tacto y otra de gusto. Gracias a ello he comprendido cuán diferentes son las épocas y qué relativo todo lo que sentimos: por mi abuela supe de aquellas relaciones amorosas de largo protocolo, de miradas discretas en la iglesia, de pañuelos bordados que aromatizaban el viento y de citas furtivas por la noche ante balcones protegidos por barrotes de hierro. Porque, según he averiguado, hubo un tiempo en que los amantes, impedidos siquiera de darse un apretón de manos, se dedicaban a estrujar contra el pecho las más tórridas y aromáticas epístolas de amor.
Y por mi madre supe de los días de ronda, de las noches que acababan temprano en las pistas de baile, de las tardes de suspiros anémicos que los chaperones echaban a perder, pues, al menos en su caso así ocurrió. Quienes habían de ser mis padres salían escoltados por un niño que al cabo de los años sería mi tío, pero que entonces era un mocoso insobornable.
También guardo la memoria de mis primeros tiempos, de la lenta, lentísima, semana reglamentaria que debía aguardar para que se coronaran mis propósitos, de aquella semana “para conocernos mejor”, “para tratarnos un poco”... eran trámites expeditos, pero no instantáneos.
Luego -y también han sido mis tiempos, pues los he disfrutado- se impuso tal violencia en los arrebatos amorosos que el primer beso interrumpía la frase “mucho gusto”, y la primera caricia se apoderaba de las manos antes que el saludo y, sin haber siquiera oído el nombre del otro, uno ya estaba encaramado, metido en un cuarto, sobre la losa de un panteón, en el último sótano de un estacionamiento público o, para no ir más lejos, en el rincón oscuro de un antro.
Sé que ninguna de estas velocidades ha suprimido a las otras y que, de alguna manera, todas coexisten como coexisten los distintos modos de producción o las modas. Lo que no sé o no estoy seguro es si en todas las velocidades descritas hay amor, pues, por lo menos en la más veloz, es raro que ese arrebato intempestivo pueda llamarse amor o, al menos no del tipo del que lo ciega a uno y lo hace perder la cabeza por unos meses o por unos días; el impulso sí es irrefrenable, pero hasta donde documenta la experiencia no cambia la coloratura del mundo ni mejora el Sol, quiero decir, que el Sol no se endominga con destellos de lujo y, al parecer, uno no vuelve ni a acordarse.