Las huellas irreparables del turismo insostenible

    Desde una perspectiva cultural, los mazatlecos tampoco nos hemos distinguido por ser unos férreos defensores del medio ambiente. Prácticamente cada uno de los espacios naturales que existen en la ciudad se encuentran contaminados y acaparados por construcciones privadas y asentamientos irregulares. Esto lo asumimos como algo normal. Nadie se alarma.

    Preocupa, pero no sorprende la cantidad de basura que con mayor frecuencia aparece en la Isla de Venados en Mazatlán. En los últimos años el archipiélago se volvió uno de los atractivos más populares del puerto. En las guías de viajeros se promociona como una reserva ecológica paradisiaca. Un escape de arena blanca y aguas cristalinas. Una visita obligada.

    Pero el haber sido declarada como un área natural protegida, no ha impedido que las tres islas se hayan incluido como parte de la oferta turística. Por el contrario, ese distintivo es lo que las hace más llamativas y susceptibles a una explotación desmedida.

    No se trata de culpar por completo a los turistas, desafortunadamente esa es la condición del viajero, ávido de consumir lugares para su propio disfrute, sin importarle el desgaste y los desechos que produce. Está ampliamente estudiado que, si se deja todo a discreción individual, o a la mera regulación del mercado, y no se ponen límites concretos a la acción humana, los impulsos pueden ocasionar devastaciones irreparables en el planeta.

    La responsabilidad tampoco es enteramente de los pequeños empresarios que usufructúan con estos espacios, al fin y al cabo, hay que entender que los actores económicos no son enteramente autónomos y racionales, y más bien guían su conducta entre una serie de expectativas personales, la cultura en la que participan, y las reglas formales que le indican lo que le está prohibido o permitido hacer.

    Así pues, la posibilidad de conservar nuestros entornos depende de tres elementos que deberían delinear cualquier política pública. Primero, la incorporación de mecanismos de sustentabilidad en la economía; segundo, el fortalecimiento de una sólida cultura medioambiental en la comunidad; y tercero, el cumplimiento de leyes más estrictas para la protección de los ecosistemas.

    Desafortunadamente ninguno de estos supuestos se han desarrollado en Mazatlán. De entrada porque la ciudad se distingue por ser una región escasamente competitiva y desenlazada de la nueva economía del conocimiento, lo cual orilla a sus habitantes a buscar el sustento en actividades básicas que dependen de la explotación de recursos que parecieran ser gratis o de acceso libre.

    Desde una perspectiva cultural, los mazatlecos tampoco nos hemos distinguido por ser unos férreos defensores del medio ambiente. Prácticamente cada uno de los espacios naturales que existen en la ciudad se encuentran contaminados y acaparados por construcciones privadas y asentamientos irregulares. Esto lo asumimos como algo normal. Nadie se alarma.

    Nuestros cuerpos de agua son un auténtico vertedero de basura y escombro, debido al oportunismo de líderes populares y políticos que animan a los necesitados de vivienda a invadir territorios en zonas federales, como el Estero del Infiernillo, donde los manglares están en riesgo de desaparecer. Incluso hay una zona del Arroyo de los Jabalines donde el riachuelo ya fue encarpetado como un canal pavimentado, ante las constantes inundaciones que ponían en riesgo la seguridad de los habitantes de esas colonias aledañas que iniciaron como asentamientos precarios.

    Sobre la costa no queda rincón que no se aproveche de forma abusiva para instalar desde la más modesta ramada, hasta los más exclusivos hoteles y restaurantes. Por eso mismo la discoteca Valentinos siempre me ha parecido una monstruosidad, y no solo por su diseño, sino por la osadía de colocar una mole de concreto sobre un peñasco que bien pudo haber sido un mirador, así sin más. Por si fuera poco toda la zona ya está invadida de vendedores ambulantes que se colocan junto a ese colorino pero innecesario letrero que anuncia el nombre de la ciudad. No vaya a ser que los vacacionistas de pronto se confundan y piensen que a lo mejor se encuentran en Cancún.

    Por todos lados hallamos un sobrado e inequitativo derroche de recursos. No sé de dónde viene ese afán de llenarlo todo, de no dejar espacio sin intervenir. A muchos nos asombró la manera en que arrasaron con la Laguna del Camarón y la vegetación del Bosque de la Ciudad ahora que construyeron el nuevo Parque Central. Rellenaron el pantano y derribaron decenas de árboles, para dar cabida a unos absurdos senderos asfaltados, fuentes danzarinas y una gran plancha de cemento a mitad del parque. Eso sí, ahí al lado habrá un nuevo acuario para presumir un Mazatlán más ecológico.

    A veces no está mal dejar las cosas así como están. Con el Cerro del Crestón pasó lo mismo. Qué necesidad había de colocar rampas, escalinatas, luminarias y un camino de grava en un lugar con rasgos todavía agrestes y lleno de maleza. Y qué decir del puente de cristal, tampoco hacía falta, pues en lo alto del Faro las vistas son espectaculares desde cualquier punto, especialmente al amanecer, cuando la bruma esconde los caseríos del casco viejo.

    Otro elemento característico de Mazatlán es el muy estrecho margen de arena entre el mar y las edificaciones frontales. A veces uno puede llegar a pensar que es una condición del paisaje y que la playa llega hasta ahí por su propio capricho. Lo cierto es que es el resultado de la intrusión histórica e irregular de los hoteles construidos sobre marismas y humedales.

    Algunas noches de marea alta y luna llena, las olas bravas parecen comerse todo con estruendosa violencia. Reclaman lo que les pertenece, lo que le quitamos a la naturaleza, dice la gente. Los biólogos del puerto explican que esta situación, combinada con el incremento del nivel del mar a causa del cambio climático, terminará por erosionar nuestras playas por completo.

    Para darnos una idea más clara de la amplitud que en su momento tuvo la costa, basta con apreciar ese amplio pedazo de arena que aún se conserva entre los hoteles Emporio y Gaviana, justo al inicio de la zona dorada. Al verlo notamos que, en su condición original, la playa se extendía por lo menos hasta donde hoy cruza la Avenida Gaviotas.

    Tristemente este arenal tiene sus días contados. El lote que por mucho tiempo funcionó como acceso libre a la playa ya fue cercado porque ahí se construirá una plaza comercial y un club privado.

    El asunto, al final de cuentas, es que todo lo hacen con el beneplácito de las autoridades. Omiten hacer cumplir las leyes más básicas de protección ambiental y conservación de bienes nacionales, que prohíben edificar cualquier estructura sobre la playa, en una franja de 20 metros, tomando como referencia la marea más alta.

    Pero no solo omiten hacer cumplir la Ley. Lejos de corregir irregularidades, el Director de Planeación y Desarrollo Urbano del Ayuntamiento de Mazatlán, Jorge Estavillo Kelly, les aplaude, les facilita todo, y hasta los justifica, que por que es un terreno privado, y que será una importante fuente de empleos para la ciudad. La misma cantaleta de siempre. ¡Hasta cuándo, pues!