A estas alturas, a todos nos queda claro que la educación presencial hacía mucha falta. Sin embargo, no hay forma de atenuar la angustia de los padres que, sabedores de que sus hijos no están vacunados, cada semana se enteran de nuevos niños contagiados. Basta uno para la tragedia. Una tragedia que no admite el simplismo de las declaraciones en torno a las gripitas y, mucho menos, la negativa a vacunarse.

    La semana pasada han muerto más de mil personas por Covid en México. Tal vez sean bastantes más, dado el retraso con el que se reportan las defunciones. Son números mucho más altos que los de los últimos meses, cuando veíamos con cierta tranquilidad cómo la curva de contagios y muertes iba en franco descenso. Quienes leyeron las noticias en torno a la aparición de Ómicron en Sudáfrica, primero, y en el resto del mundo, más tarde, supieron que el fenómeno se repetiría aquí aunque no se hizo nada para contenerlo. Y es cierto, mueren menos personas en proporción con el número de contagios que antes. La principal razón son las vacunas. La segunda porque, al parecer, Ómicron es menos agresiva que las variantes anteriores. Sin embargo, dista mucho de ser una “gripita” como la calificaron las autoridades sanitarias del País.

    Autoridades a las que ya no se les cree demasiado. Me queda claro que si un día llegaren a chocar y su vehículo terminare siendo una pérdida total, entrarían a su casa anunciando el incidente y asegurando que fueron apenas unos rayones. “Sale con una pulidita”, dirán mientras una grúa lleva al deshuesadero la unidad inservible.

    Esto viene a cuento porque, pese a las recomendaciones de la OMS y otros organismos en el resto del mundo, aquí sigue habiendo, más que una reticencia, una terquedad manifiesta que se traduce en la negativa a vacunar a menores de 15 años. Supongo que alguien argumenta en el sentido de que Ómicron es una gripita, una gripita la hemos tenido todos y nadie se muere de gripitas. Pero los números nos dicen otra cosa.

    En la escuela de mis hijos, como en muchas otras (incluida la universidad donde trabajo) han implementado un protocolo que, si no perfecto, busca reducir los riesgos de contagio. A saber: si un alumno se enferma se cierra el salón donde estuvo durante una semana. Es cierto que no garantiza del todo que no se multipliquen los casos (hay hermanos, profesores y familias enteras que bien podrían llevar la infección a otras partes de la escuela), pero ha funcionado hasta ahora. Más aún, hasta el día de hoy, ninguno de los contagiados ha tenido síntomas de gravedad. Algo que, sin duda, todos celebramos.

    Eso sí, de enero para acá, cada semana llegan avisos de grupos cerrados. A veces es sólo uno, a veces son varios. Más allá de las complicaciones que eso acarreará en términos educativos (en ese sentido seguimos sin una idea clara de cómo se recuperará lo perdido), lo cierto es que estos cierres son una muestra muy evidente de que los contagios siguen en aumento. Entre septiembre y diciembre de 2021 casi no se cerraron salones.

    Si dejo de lado la universidad en la que trabajo y otras con las que estoy en contacto (porque la mayoría de las comunidades universitarias ya están vacunadas), el panorama de las primarias y secundarias tiene algo de desolador. Los contagios se multiplican, parecen reproducirse con singular eficacia y, peor aún, los estudiantes no están vacunados. Es cierto, el porcentaje de los niños que tienen una enfermedad grave es pequeño; el de los que mueren, mucho menor. Y, a estas alturas, a todos nos queda claro que la educación presencial hacía mucha falta. Sin embargo, no hay forma de atenuar la angustia de los padres que, sabedores de que sus hijos no están vacunados, cada semana se enteran de nuevos niños contagiados. Basta uno para la tragedia. Una tragedia que no admite el simplismo de las declaraciones en torno a las gripitas y, mucho menos, la negativa a vacunarse. Todos esperamos que la tragedia no se acerque a nosotros y, mucho menos, cuando parece ser evitable. ¿O es que acaso manejamos a toda velocidad sin ponernos cinturón de seguridad convencidos de que un gran choque sólo provocará rasguños en la pintura que saldrán con una pulidita? Asumo que la mayoría de nosotros, no. Y, mucho menos, si en el coche nos acompañan nuestros hijos.