Fiestas desenfrenadas, viajes de lujo, lavado de dinero, corrupción sistémica. Esas son las palabras que hoy aparecen en el buscador de Google cuando uno teclea DEA, Drug Enforcement Administration. No es para menos.
El origen (aunque el origen siempre es otro) está en las declaraciones hechas por José Irizarry, ex agente de la DEA, a Associated Press. Irizarry acaba de ser sentenciado a 12 años de cárcel por la comisión de 19 delitos distintos, incluyendo lavado de dinero, fraude bancario y robo de identidad.
Antes de ir a prisión, Irizarry se dio el lujo de grabar una serie de entrevistas que lo pintan de cuerpo entero. En ellas se dio cuerda para hablar de cómo, mientras trabajó como agente de la DEA en Miami y en Cartagena de Indias (Colombia), logró establecer relaciones con criminales de todo el mundo. Irizarry filtraba información, daba pitazos, ayudaba a contrabandear dinero. Todo a lo grande. Según el veredicto del juez, en menos de siete años Irizarry logró desviar más de nueve millones de dólares de fondos etiquetados para investigaciones contra el lavado de dinero. Nada mal.
José Irizarry no se fue a la cárcel en silencio. Faltaría más. Acaso en un intento desesperado por minimizar su responsabilidad individual (o en un asalto de funesta honestidad), Irizarry acusó a sus colegas de participar en el “Team America”, una cofradía de agentes que viajaban por el mundo recolectando dinero proveniente del lavado de activos. Luego todo era fiesta y excesos en la que se mezclaban traficantes, agentes y fiscales.
Basta darse una vuelta por las redes sociales de Irizarry para sospechar (cuando menos) que su estilo de vida no era congruente con la de un agente antidrogas. Por lo demás, la narrativa no es difícil de creer: un informe interno de la DEA de 2015 reconoció -no sin vergüenza- que agentes de la DEA en América del Sur habían participado por más de diez años en fiestas sexuales con prostitutas contratadas por traficantes colombianos. A los diez agentes implicados se les suspendió su salario entre dos y diez días. De risa.
La reflexión es la siguiente: ¿cómo pudo un agente de la DEA trabajar por años en Colombia y Miami dejando evidencia de su vida de excesos en redes sociales sin apenas cuestionamientos? ¿Quién vigila a quienes nos vigilan? ¿Es la guerra contra las drogas ya un discurso que ni sus profetas son capaces de creer? ¿Pueden dos agentes de la DEA mirarse a los ojos durante un minuto sin soltar una carcajada?
Aunque estará en manos del Departamento de Justicia desmentir o probar la magnitud de la red de corrupción sugerida por Irizarry, el hecho es que en el último tiempo han sido varias las noticias que dejan a la DEA en el ojo del huracán. Apenas el pasado mayo, el agente Nathan Koen fue sentenciado a 11 años de prisión acusado por contrabando y sobornos. En 2021 Chad Scott (el “diablo blanco”), agente con más de 17 años de carrera, fue sentenciado a 13 años de prisión por falsificar documentos y por corrupción. Fernando Gómez, agente de la DEA en Chicago, vendía armas de fuego y permitía funcionar una red de tráfico de cocaína de Puerto Rico a Nueva York. Lo hizo por más de diez años. Siempre protegido.
En los últimos tres años al menos otros 12 agentes de la DEA han sido sentenciados por delitos similares. Es claro que no se trata de manzanas podridas; son parte de una estructura que se alimenta a sí misma. Scott, Gómez, Koen, Irizarry y compañía serán remplazados por otros; al sur de la frontera tendrán sus equivalentes. Sus historias podrían ser una nota al pie de no ser por el reguero de muertos, heridos y familias destruidas que dejan a su paso.
Irizarry pasará 12 años en la cárcel. Sus colegas seguirán fuera.