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LA RAMBLA

La vuelta al lago encantado

    De pronto mis sueños comienzan a volverse más extraños: como si escuchara un papel de celofán haciéndose bolita y un escalofrío que comenzaba desde el centro de mi frente, desde el mismo ceño fruncido.

    Entonces, ya cuestionándome por el chisporroteo del agua fría para despertar, escucho su voz.

    “Ya vámonos, tu tía ya está lista”, dice.

    Sigo con los ojos cerrados, pero sé que es la voz de mi madre.

    Y yo todavía camino con mi visión como si fuera la proyección en la pantalla de una cinta de cine dañada por la humedad.

    A tientas me pongo mis tenis, con las mismos calcetas que me puse ayer, y con un short que ella me confeccionó con los recortes que sobraron en el taller de costura donde trabaja.

    La moda, siempre he pensado, bajo su creatividad y oportunidad, es lo de menos.

    Este short es de color tinto, de una mitad, y el otro del mismo color de los pantalones de las secundarias federales.

    Salimos de la casa y la Colonia 10 de Mayo apenas amanece. Hay neblina, pero no hace más frío que para llevar una camiseta de manga larga.

    Mi tía trae tenis blancos, un short por debajo de la rodilla a cuadros como del Cobaes y mi madre con un pantalón tipo pants, y unas pantuflas cómodas.

    Empezamos a subir la calle Geranio desde la 19 de Septiembre, y el sudor no tarda en transpirar por nuestra piel.

    Llegamos a la 22 de Septiembre y el sol ya libró el Cerro de las 7 Gotas para quemarnos toda la espalda.

    “¿Falta mucho?”, interrumpo, mientras mi tía y mi madre intercambian recuerdos de su niñez.

    Apenas sumo media docena de años y ya me invitan a sus largas caminatas.

    El sur de Culiacán, en todas sus rutas, empiezo a visualizarlo como mi hogar. Es 1987.

    Y aunque no puedo mantener una conversación por sus temas de adultos con ellas, sí me impresiona descubrir lugares nuevos, casas, caminos, calles, bodegas o edificios, incluso mascotas.

    Llegamos a la cima unos metros antes de donde la calle México 68 rodea la Colonia República Mexicana y empieza a rodear la 10 de Mayo.

    Bajamos a un lado, por un camino que con los años sería el sentido oriente-poniente, y mantenemos la marcha entre tierra y matorrales, piedras y basura.

    En esos mismos meses también fuimos testigos de cómo el Ayuntamiento primero pavimentó el sentido poniente-oriente y luego abrieron de nuevo el piso para instalar el drenaje de la zona.

    Seguimos caminando y en la siguiente bajada, ya podíamos ver la zona llena de palmeras, góndolas que salían con tierra y entraban con graba o arena y otros materiales.

    También maquinaria pesada que no era muy común, como las aplanadoras, cuyos golpeteos en el suelo podíamos sentir a decenas de metros de donde trabajaba.

    Hace poco supe que en realidad los apellidos de ellas no eran Trejo, sino Quintana, que sus orígenes son de Cosalá.

    Eso me hacía pensar en lo buenas que eran para caminar, para platicar, para atender.

    Mi tía es una amante de la lectura de quien aprendí a leer mis primeras novelas, y una creativa panadera y pasteleras y valiente cocinera de platillos internacionales.

    Mi madre, aunque apenas terminó la primera y con limitación con la escritura, tiene su mejor sazón en la comida regional, y también ha demostrado muchas veces que era buena para combinar ingredientes y proteínas comunes.

    Ambas también diestras en la costura.

    Mi madre llegó a vivir a estas colonia cuando apenas dejaba de ser una invasión, mi padre tuvo problemas con el ejidatario por lograr quedarse con una esquina privilegiada que luego otro comerciante pretendía arrebatar hasta con amenazas.

    Luego de solucionar el problema, mi tía llegó al lugar con su esposo, un talentoso carpintero.

    Aunque no eran las hermanas más cercanas, Leticia y Abdicia lograron una conexión especial, por la cercanía de sus hogares y porque la diferencia de sus caracteres podían embonar.

    Caminaban para alargar su salud y me llevaban para pretender hacer que yo de la caminata hiciera un hábito.

    Entre la tierra rasurada, y luego untada frente al naciente Parque Culiacán nos colamos en medio de las bestias amarillas gigantes, ignoramos las señales de peligro y mantuvimos la caminata firme y fuerte.

    Pasamos el área donde se ubican las albercas, luego donde se ubicarían las canchas de básquetbol y el Polideportivo Julio César Chávez.

    “Vamos hasta allá arriba, y ahí nos devolvemos”, dijo mi tía.

    Con mucha sed, y la promesa de café negro con galletas maravillas, como a ellas les gustaba recibir el desayuno por la mañana, pasamos la zona del Teatro Griego y llegamos al terraplén gigante de arriba.

    Entonces vimos el hoyo gigante de donde góndulas gigantes se cargaban en el fondo de tierra y salían por rampas que ellos mismos habían construido con tierra y piedra.

    “Aquí están construyendo un lago”, me dijo mi tía.

    ¿Un lago para qué?, cuestioné sin mucho interés.

    “Un lago, rodeado de plantas, con muchos peces y patos nadando en él”, me dijo.

    La imaginación de mi tía no pude alcanzarla en medio de la maquinaria, el polvo y la falta de agua en la zona.

    Cuando por fin regresamos a casa, lo primero que hice fue entrar al baño y darme un regaderazo.

    Era tanta mi sed que aproveché cómo se escurría el agua por el cabello y frente para juntar mis palmas frente a mi boca, esperar unos segundos y comenzar a beber el líquido con mucho sabor a cloro.

    Entonces, después de cambiarme, desayunamos con café y galletas.

    Hoy ya ninguna de las dos vive para platicar de cosas de adultos junto a mí, pero cada vez que desayuno con café y galletas pienso en esas caminatas y en el lago encantado.