Hoy se conmemora un aniversario más de la muerte de don Benito Pablo Juárez García, quien, con base en esfuerzo personal, superó las adversidades sociales que le planteó la vida, logrando escapar de la orfandad en pobreza hasta llegar a las aulas universitarias y, posteriormente, fungir como Presidente de México durante un azaroso largo período de 14 años, comprendido desde el jueves 21 de enero de 1858 hasta las 23:38 horas del jueves 18 de julio de 1872, hora y fecha de la circunstancia fatal que estropeó sus planes de continuar alargando su mandato.

    El oriundo de San Pablo Guelatao, hijo de Marcelino Juárez y Brígida García, ocupa un lugar privilegiado en nuestra historia, y como se sabe, es uno de los personajes favoritos del presidente Andrés Manuel López Obrador, a pesar de que Benito Pablo es un referente ideal de los alcances que puede tener la fuerza que sopla el velamen de las aspiraciones de un ser humano, que busca la superación personal.

    La causa de Juárez costó muchas muertes; fue uno más de los afluentes que alimentaron el mar de sangre por el que ha navegado el modelaje actual de nuestro País, cuyo rostro continúa salpicándose de rojo y tachonando su cabeza con crespones negros, ya no por lucha de ideales, sino por la disputa de poder territorial, que, en sus distintos flancos, ejerce de manera exitosa la delincuencia organizada.

    Esta ruta fatal tiene ya un largo antecedente y se ha ido acrecentando conforme pasan los años, sin que a la fecha se vea una puerta de salida hacia la tranquilidad social tan deseada por toda la sociedad.

    Uno de los grandes impactos de este azote son las desapariciones forzadas de personas, atribuidas a grupos criminales, aunque también hay que decir que en muchas de ellas ha estado presente la mano gubernamental que ha recurrido a dichas acciones, para desaparecer a enemigos políticos, lo cual sucedió de manera acentuada a lo largo de la llamada “guerra sucia”, que se dio durante el período comprendido entre el 1 de enero de 1969 al 13 de septiembre de 1999, dentro del cual la extinta Procuraduría General de la República registró la desaparición de 480 personas, de las cuales algo así como 293 almas se le atribuyen a las fuerzas armadas y a la temida Dirección Federal de Seguridad.

    A partir del año 2006, con el inicio de la denominada guerra al narcotráfico, se aparejó el conteo de desapariciones forzadas de personas y, al mes de abril del presente año, el propio Gobierno federal reconoce poco más de 85 mil eventos, que mantienen en estado de dolorosa incertidumbre a una cantidad igual de núcleos familiares afectados por tan nefasto ilícito; número que seguramente se ve significativamente incrementado por todos aquellos levantones que no son denunciados por temores de diversa índole, entre ellos la burocracia y costos que implica el fincar una denuncia ante las fiscalías de asuntos penales.

    Al respecto, Alejandro Encinas, el Subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración de la Secretaría de Gobernación, asegura que la desaparición forzada de personas registra una baja de alrededor del 20 por ciento, porcentaje importante, ciertamente, pero sin el alcance suficiente para abonar a la tranquilidad social y para presumirse como una sensible baja de la impunidad que reina en nuestro País.

    La violencia en sus diversas manifestaciones que priva en nuestro País es uno de los muchos temas que tiene que resolver la 4T. Es cierto que los asesinatos dolosos y la desaparición forzada de personas es parte de la herencia maldita que recibió la administración del pretendido reformador Andrés Manuel López Obrador, pero a la fecha, sus estrategias pacifistas de seguridad pública han resultado un rotundo fracaso y todo parece indicar que la bola de fuego que recibió le será pasada a quien resulte su relevo, entonces, los resultados positivos de la 4T serán minimizados, tal y como lo ha reconocido el propio Andrés Manuel.

    ¡Buenos días!