México nunca ha contado con un sistema funcional de transmisión del poder. Hasta 1876, lo hicimos vía golpes, insurrecciones, breves dictaduras, asesinatos, etc. Entre 1876 y 1910 resolvimos el problema la transmisión del poder de una manera sencilla: no transmitiéndolo. Entre 1920 y 1934 siguieron asesinatos, maximatos, imposiciones y disturbios. Solo es a partir de 1940 que se instala realmente el mecanismo sucesorio clásico, llamado priista, que durará hasta el año 2000.
Tampoco fue una época de oro. Surgieron problemas serios en 1940 (Almazán), en 1952 (Enríquez Guzmán), y sobre todo en 1988 (Cuauhtémoc Cárdenas) y 1994 (el asesinato de Colosio). En las demás sucesiones, tampoco fue todo miel sobre hojuelas: no cesaron de aparecer malos perdedores, ganadores rencorosos, malas intenciones y peores resultados. En otras palabras, todas nuestras sucesiones han sido complicadas, y, sobre todo, no le suelen salir como piensan los presidentes salientes.
A partir del año 2000, el presidente en funciones dejó de escoger a su sucesor: solo podía tratar de designar al candidato de su partido (ni Fox ni Calderón lo lograron; Peña Nieto sí). López Obrador se encuentra en la misma situación: cuando mucho podrá imponerle a Sheinbaum a Morena, pero carece de dos tipos de garantías. No sabe si va a ganar la elección presidencial, ni tiene la certeza de que los perdedores en la interna se conformen con su decisión (el problema de siempre).
Ya empezó a patalear el primer disidente. Ricardo Monreal sabe que no será el candidato de Morena, pero puede, o bien presionar (=chantajear) para lograr otra cosa, o bien vengarse, al irse a otra parte. Ebrard, a su manera (más discreta y cautelosa), dispone de la misma alternativa: chantajear para obtener otra cosa, o largarse para vengarse. En ambos casos, la escisión sería altamente provechosa para la alianza opositora, cambiando así el panorama del 2024.
Ni Monreal ni Ebrard son candidatos de más de un dígito si se presentan bajo la bandera del Partido Verde o de Movimiento Ciudadano. Que el primero escoja a uno de los dos es exclusivamente asunto de dinero; en el segundo caso, Dante Delgado tendrá que optar entre tres candidatos suyos propios y buenos (Alfaro, Colosio y García), entre dos morenistas (una manchincuepa complicada, aún con tiempo, aún para Dante), o aliarse con Va por México (diga lo que diga hoy).
Lo interesante, sin embargo, es que los 7-8 puntos que podrían obtener los morenistas ardidos provendrían casi en su totalidad del arcón de votos de López Obrador. Cualquier candidato opositor arrancará con alrededor de 30 por ciento; no se ve cómo candidatos tan poco carismáticos como Monreal y Ebrard puedan dar el salto. Por tanto, sus votos serían del partido que los postule, más sus simpatizantes dentro de Morena. Los del Verde por definición se le restan a la 4T; los de MC no, pero los de Ebrard y Monreal en lo personal sí.
Buenas noticias entonces para la oposición, con independencia de sus divisiones y osos. Monreal tiene razón en algo: adelantar la sucesión altera los equilibrios y las conductas. Ningún presidente lo hace con gusto. Todos saben que entre más temprano comienza la carrera de caballos, más rápido pierden poder. Pero cuando se ven obligados a hacerlo, como López Obrador después de la tragedia de la Línea 12, todo se trastoca. Como van las cosas, un buen candidato PAN-PRI-PRD, con o sin Dante (e incluso tal vez mejor sin Dante), puede ganarle a una 4T desgarrada por sus fuerzas centrifugas. ¿Cuáles? Las de toda la vida, en un país incapaz desde su nacimiento de administrar bien la transmisión del poder.