Los filósofos son incomprendidos porque sus elucubraciones, sistemas y abstracciones son oscuras, abigarradas y obtusas, o porque incomodan con profundos razonamientos y reflexiones que desestabilizan o pugnan por un nuevo orden y una mejor sociedad.
Es paradigmático el ejemplo de Sócrates, quien se convirtió en un tábano que aguijoneaba con una ética irreprochable y se le acusó falsamente de introducir nuevos dioses y pervertir a la juventud, por lo que se hizo acreedor al castigo que le impusieron las autoridades de beber la cicuta.
Diógenes de Sinope era un vagabundo en Atenas y contaba solamente con una tinaja o barril como casa (como si fuera El Chavo del 8). Se cuenta que recorría de día las calles con una lámpara encendida y cuando alguien le reconvenía por esa actitud de iluminar en el día, él contestaba que lo hacía porque “buscaba un hombre”, pero recalcando que un hombre honesto.
No hablamos de la soledad afectiva del filósofo, pues puede tener muchos amigos, discípulos y seguidores. Sin embargo, la función misma del filosofar conlleva y requiere un espacio de soledad, recogimiento, reflexión y aislamiento.
Descartes llegó a la concepción de su fórmula indubitable: “pienso, luego existo”, en la soledad de una habitación en donde estaba acompañado por una estufa: “Yo no tenía ninguna conversación que me divirtiera, permanecía todo el tiempo encerrado solo, en una habitación calentada por una estufa, donde tenía todo el tiempo libre para entretenerme con mis pensamientos”.
El filósofo experimenta la soledad porque pretende ser y hacer conciencia. Como dijo Nietzsche, sus razonamientos son muy diferentes a los valores que sigue el rebaño. El filósofo persigue la sabiduría y la verdad (no solamente la posverdad, como es la moda de hoy), por lo que encuentra amargos disensos.
¿Privilegio sabiduría y verdad?