Sino es destino, y el sino del escorpión será inevitable. “Todos vamos a morir y aquí estamos haciendo cola. Nada más no empujen...”, afirma pelando los dientes el dicho mexicano. El tema viene a cuento por este Día de Muertos y porque la maestra de náhuatl del alacrán le advirtió: “Ya viene la Fiesta Grande para celebrar nuestra transformación”.
El arácnido no es muy inclinado a la ritualidad (su infancia católica lo saturó de escatológicas ceremonias con olor a incienso); no obstante, confiesa su gusto simbólico y visual por el llamativo anaranjado del cempasúchil y su florida manera de iluminar los altares domésticos para recordarnos a los fallecidos cercanos, a los tantísimos finados en los últimos dos años de pandemia y a los miles de muertos en nuestro país de fosas y desaparecidos.
Durante su pubertad, y gracias a su siempre extrañada madre, el escorpión tuvo la enorme fortuna de visitar Pátzcuaro y su maravillosa isla de Janitzio durante un Día de Muertos. Ahí presenció pasmado el alucinante ritual fúnebre, oscuro y dolido, festivo y luminoso, de las barcas alumbradas con velas transportar sus ofrendas al islote donde, sobre el pequeño pueblo y entre cantos, se levanta la enorme estatua de Morelos.
Alguna vez también, hace ya demasiados años para contarlos, el alacrán incursionó en compañía de una banda de entrañables amigos y músicos hasta el pueblo de Mixquic, en pleno día de difuntos, para celebrar, paradójicamente, la vida. Entre el grupo de asistentes a ese viaje el venenoso recuerda claramente al invicto Jaime López (cantando en el panteón del pueblo), a la bella Maru Enríquez y al violinista Cox Gaitán. Pero, sobre todo, vienen a la memoria los asistentes ya fallecidos: el periodista y teatrero Jaime Avilés, el compositor y cantautor Marcial Alejandro y la queridísima Maru Uthoff, la instigadora de ese viaje.
Años después, otros amigos convocaron al escorpión a celebrar el Día de Muertos con un ritual particular del cual guarda un nítido recuerdo. La ceremonia consistió en palparse uno mismo la calavera con los ojos cerrados y con las dos manos. Repasar con la yema de los dedos las órbitas de los ojos hasta sentir ahí, bajo la carne, los huesos redondeados. Continuar luego palpándose los sobresalientes pómulos y bajar por el maxilar superior sintiendo la dentadura hasta la barbilla, para luego subir de nuevo por el maxilar inferior hasta la altura de su articulación con los huesos temporales de la cabeza, llegar al occipital, al parietal y al mismo hueso frontal de la testa. Esa es nuestra faz descarnada, nos reconocemos al fin en esa calavera, somos huesos y calaca. “La calavera es la rosa equivocada”, escribió Luis Cardoza y Aragón en una de sus iluminaciones aforísticas.
En 1983, el Fondo de Cultura Económica editó en uno de sus breviarios el hermoso libro La calavera, de Paul Westheim, (Alemania 1886-1963), el impar crítico, historiador del arte y editor judío-alemán, quien vivió por años en México y fue esposo de la también impar traductora y poeta Mariana Frenk. Westheim fue uno de los precursores del estudio de las producciones estatuarias, en estelas, edificios y pinturas de los pueblos mesoamericanos, pero no desde una perspectiva antropológica, sino desde una perspectiva artística. Acaso fue él, junto con el mismo Cardoza y Aragón, quien pidió para México, además de un Museo de Antropología, un Museo de Arte Antiguo.
En su libro Westheim habla del consabido deleite milenario de los mexicanos por representar a la muerte a través de la calavera, pero también la observa como símbolo de un mundo libre de la angustia suscitada por la propia caducidad de la vida. De la figura de Tezcatlipoca, dios de la fatalidad, y de la idea de la inmortalidad y la transformación en el México antiguo, el historiador pasa a analizar la danza macabra y la posterior secularización de esa visión esquelética de la calavera como motivo plástico de un pueblo, se insiste, sin temor, espanto o temblor ante la muerte, sino ante la incertidumbre de la vida.
La siguiente referencia es, gozosamente, José Guadalupe Posada (1852-1913) y su retrato de los mexicanos a través de la calavera. “Un retrato de la evidente desigualdad e injusticia social existente en el porfiriato, régimen al que cuestionaba su moralidad y su culto por la modernidad”, dice Rafael Barajas en su libro Posada, mito y mitote: la caricatura política de José Guadalupe Posada (FCE; 2009).
La famosa Catrina de Posada alcanza un grado superlativo de representación estética de la muerte. Sus calaveras fueron una fusión de visiones precolombinas, coloniales y populares que supieron captar, mediante los trazos de la ilustración, la transformación de un sentimiento solemne y dramático en una aventura jocosa, divertida y llena de vitalidad. “La muerte es democrática, pues, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acabará siendo calavera”, decía alegóricamente el artista grabador.